Canal O'Brien, Chile
Canal de Beagle, Navarino, Chile
La historia de Clara
El 22 de marzo de 2000 me encontraba en Santiago de Compostela tomando un café en la barra de un bar.
Hojeando un periódico local encontré una noticia que me llamó la atención: “Última víctima de la dictadura chilena”.
Por aquellos días Pinochet estaba en boca de mucha gente y de todos los medios de comunicación, ya que después de dieciséis meses detenido en Londres, había sido puesto en libertad por los británicos el 11 de marzo de 2000. Así que pensé que se trataba de algo relacionado con el dictador.
La noticia la firmaba Fran Nogueira y contaba de forma escueta, casi como una nota recordatoria, la historia de la hija de unos desaparecidos durante la dictadura militar chilena. Esta joven, que llevaba un tiempo viviendo en España, había decidido acabar con su vida en la Costa da morte arrojándose al mar. Su cadáver había aparecido dos días después en una playa de la zona.
Conocí a Fran y a Clara en Punta Arenas en noviembre de 1997 durante el Homenaje que se hizo a Antonio Soto en aquella ciudad. Fran había terminado periodismo y llevaba unos meses viajando por Argentina y Chile, buscando vestigios de Antonio Soto. Quería escribir sobre aquel anarquista gallego que a principios del siglo XX había vivido en la Patagonia.
Clara y Fran se alojaban en una habitación de un residencial llevado por Nena, la hija de unos anarquistas asturianos que abandonaron España en 1939.
Eran una pareja rara, él vitalista y hablador, ella callada y más bien ausente. Me contaron que se habían conocido allí, en el mismo Punta Arenas hacía algo más de un mes. Querían caminar en Torres del Paine. Así que se iban a quedar hasta mediados de diciembre, esperando que la temperatura subiera y el verano se adentrase un poco más. Mientras tanto Fran estaba recopilando información sobre Soto. Había entrevistado a la hija del anarquista gallego que vivía y trabajaba como enfermera en la ciudad. Consiguió un permiso, para trabajar con la documentación en el Instituto de la Patagonia, y también había entrado en contacto con los sindicatos de la ciudad, para poder acceder a la hemeroteca y archivo que tenían. Clara le ayudaba con la información, pero siempre en un segundo plano. No hablaba de Soto, ni del trabajo que realizaba Fran. Se notaba que el tema no le emocionaba, no le interesaba lo más mínimo.
Durante la semana que pasé allí, nos vimos en varias ocasiones.
Una tarde fui con ellos al cementerio de la ciudad, Fran me llevó a la tumba del anarquista, donde se podía leer:
Antonio Soto Canalejo
El Ferrol 1897 – Punta Arenas 1963
Allí estaba enterrado el tramoyista, el peón, el agitador social, el minero, el camionero... Fran nos comentaba todos los trabajos de Soto. Entonces Clara añadió con un poco de ironía:
-También propietario de restaurante.
-Sí, dijo Fran: Soto al final de su vida consiguió tener un pequeño restaurante que explotaba y trabajaba él mismo y que le permitió vivir con un poco de desahogo.
Clara sonrió y añadió:
-Un anarquista propietario no es muy ortodoxo ¿no?
Fran no contestó.
Dejé Punta Arenas una mañana de viento y frío y no supe nada más de ellos.
La noticia me impactó, no podía creer lo que leía. Conseguí ponerme en contacto con el periódico y con Fran. Esa noche quedamos en un pequeño bar del centro de Santiago. Fran estaba triste y tranquilo, como si acabara de salir de una pesadilla y por fin pudiese relajarse.
Habían vivido dos años y medio juntos, al principio todo fue bien, pero poco a poco Clara fue cayendo en una tristeza cada vez más profunda. Fran no sabía nada de su pasado, ella no quería hablar de ese tema. Pero cuando la depresión fue total, él la obligó a ir a un psicólogo y poco a poco el pasado fue saliendo a la luz.
Clara se encontraba perdida y dividida entre el odio a sus padres adoptivos y su rechazo a sus padres biológicos. La imagen de su abuela, se le presentaba constantemente como una pesadilla. Aquella mujer mayor, amargada por la tragedia que había vivido, buscaba en Clara a su hijo desaparecido. No quería verla pero tuvo que estar con ella en varias ocasiones y al final pudo comprender su dolor, pero no quería tener nada que ver con aquella mujer que le exigía amor simplemente por ser su abuela. Tampoco le gustó tener que conocer a su abuela materna. Ésta le entregó el diario de María, su madre.
María desapareció con veintidós años, tres meses después del nacimiento de su hija. Raúl tenía veinticuatro, la edad que tenía Clara cuando leyó por primera vez el diario de la que fue su madre durante tres meses. María y Raúl desaparecieron el 18 de marzo de 1973 y nunca más se volvió a saber nada de ellos. Su hija desapareció también, pero fue entregada a la familia Sabala sin consentimiento de nadie.
Julián Sabala era capitán de navío, llevaba diez años casado con Rosa Ruiz, pero no habían podido tener hijos.
Clara fue un regalo para ellos, la criaron con todo amor, sin preocuparles como había aparecido en sus vidas. La llevaron a colegios de élite y después a una Universidad privada donde estudió Económicas. Nada más terminar la carrera, le había salido un trabajo en la empresa de un amigo de la familia. Fue entonces cuando aparecieron sus abuelas. El mundo se le vino abajo, no entendía cómo le había pasado eso a ella. Ella, que había sido educada para odiar a todos aquellos que habían apoyado a Allende. No podía creer que fuese hija de unos desaparecidos, de unos “comunistas” se repetía una y otra vez de forma atormentada. Dejó de trabajar, de ver a sus amigos, no quería salir de casa, no quería ver ni hablar con los que habían sido sus padres hasta ahora. Estaba confusa, tenía miedo, se sentía acorralada. Era la comidilla de todo su círculo, algunos le dejaron de hablar, otros se compadecían de ella.
Decidió marcharse, le hubiera gustado salir del país, pero se fue al sur, huyendo de Santiago, de la gente que le rodeaba hasta ahora.
Pero no sabía que no podía irse sin ella misma. Ella viajaba con ella y esa fue su perdición. Se llevó el diario de su madre y con recelo, asco, odio, rabia, comenzó a leerlo y comenzó a entender a aquella joven que había sido su madre. Y en medio de esa crisis conoció a Fran.
Fran lleno de proyectos, de ilusiones, de ganas de vivir. Fran le hablaba del anarquismo de principios de siglo, de las luchas que se habían desarrollado en la Patagonia. Del exterminio de los indígenas durante la conquista de estas tierras en el siglo XIX y XX. Fran, realmente, le hablaba de cosas que nunca le habían interesado que nunca se había parado a pensar.
Por primera vez, se paraba a oír puntos de vista distintos. Era como un desafío a todo el mundo que le había inculcado la familia Sabala.
Dejar Chile le produjo tranquilidad. Vivir en Santiago de Compostela, una ciudad tan diferente a su Santiago natal le gustó. La gente cerrada, callada, con un acento dulce al hablar, pero que no pedían permiso ni daban las gracias casi nunca, le resultaba curioso y a la vez le permitía poner más distancia con lo vivido anteriormente... Pero el pasado tenía demasiado lastre. Era difícil ir soltándolo, muchas veces se interponía entre los dos.
Se suicidó el mismo día que habían desaparecido sus padres, pero su cuerpo apareció dos días después, en la Costa da morte, lejos de su Chile natal. Ella no sería una desaparecida, su cadáver existía. Tenía veintisiete años, había vivido algún año más que sus padres.
Dejé a Fran triste pero tranquilo quería regresar a Chile con las cenizas de Clara y arrojarlas en el Océano Pacífico. Luego publicaría el libro que ya había terminado sobre Antonio Soto.
Mireya Martínez-Apezechea
La historia de Clara
El 22 de marzo de 2000 me encontraba en Santiago de Compostela tomando un café en la barra de un bar.
Hojeando un periódico local encontré una noticia que me llamó la atención: “Última víctima de la dictadura chilena”.
Por aquellos días Pinochet estaba en boca de mucha gente y de todos los medios de comunicación, ya que después de dieciséis meses detenido en Londres, había sido puesto en libertad por los británicos el 11 de marzo de 2000. Así que pensé que se trataba de algo relacionado con el dictador.
La noticia la firmaba Fran Nogueira y contaba de forma escueta, casi como una nota recordatoria, la historia de la hija de unos desaparecidos durante la dictadura militar chilena. Esta joven, que llevaba un tiempo viviendo en España, había decidido acabar con su vida en la Costa da morte arrojándose al mar. Su cadáver había aparecido dos días después en una playa de la zona.
Conocí a Fran y a Clara en Punta Arenas en noviembre de 1997 durante el Homenaje que se hizo a Antonio Soto en aquella ciudad. Fran había terminado periodismo y llevaba unos meses viajando por Argentina y Chile, buscando vestigios de Antonio Soto. Quería escribir sobre aquel anarquista gallego que a principios del siglo XX había vivido en la Patagonia.
Clara y Fran se alojaban en una habitación de un residencial llevado por Nena, la hija de unos anarquistas asturianos que abandonaron España en 1939.
Eran una pareja rara, él vitalista y hablador, ella callada y más bien ausente. Me contaron que se habían conocido allí, en el mismo Punta Arenas hacía algo más de un mes. Querían caminar en Torres del Paine. Así que se iban a quedar hasta mediados de diciembre, esperando que la temperatura subiera y el verano se adentrase un poco más. Mientras tanto Fran estaba recopilando información sobre Soto. Había entrevistado a la hija del anarquista gallego que vivía y trabajaba como enfermera en la ciudad. Consiguió un permiso, para trabajar con la documentación en el Instituto de la Patagonia, y también había entrado en contacto con los sindicatos de la ciudad, para poder acceder a la hemeroteca y archivo que tenían. Clara le ayudaba con la información, pero siempre en un segundo plano. No hablaba de Soto, ni del trabajo que realizaba Fran. Se notaba que el tema no le emocionaba, no le interesaba lo más mínimo.
Durante la semana que pasé allí, nos vimos en varias ocasiones.
Una tarde fui con ellos al cementerio de la ciudad, Fran me llevó a la tumba del anarquista, donde se podía leer:
Antonio Soto Canalejo
El Ferrol 1897 – Punta Arenas 1963
Allí estaba enterrado el tramoyista, el peón, el agitador social, el minero, el camionero... Fran nos comentaba todos los trabajos de Soto. Entonces Clara añadió con un poco de ironía:
-También propietario de restaurante.
-Sí, dijo Fran: Soto al final de su vida consiguió tener un pequeño restaurante que explotaba y trabajaba él mismo y que le permitió vivir con un poco de desahogo.
Clara sonrió y añadió:
-Un anarquista propietario no es muy ortodoxo ¿no?
Fran no contestó.
Dejé Punta Arenas una mañana de viento y frío y no supe nada más de ellos.
La noticia me impactó, no podía creer lo que leía. Conseguí ponerme en contacto con el periódico y con Fran. Esa noche quedamos en un pequeño bar del centro de Santiago. Fran estaba triste y tranquilo, como si acabara de salir de una pesadilla y por fin pudiese relajarse.
Habían vivido dos años y medio juntos, al principio todo fue bien, pero poco a poco Clara fue cayendo en una tristeza cada vez más profunda. Fran no sabía nada de su pasado, ella no quería hablar de ese tema. Pero cuando la depresión fue total, él la obligó a ir a un psicólogo y poco a poco el pasado fue saliendo a la luz.
Clara se encontraba perdida y dividida entre el odio a sus padres adoptivos y su rechazo a sus padres biológicos. La imagen de su abuela, se le presentaba constantemente como una pesadilla. Aquella mujer mayor, amargada por la tragedia que había vivido, buscaba en Clara a su hijo desaparecido. No quería verla pero tuvo que estar con ella en varias ocasiones y al final pudo comprender su dolor, pero no quería tener nada que ver con aquella mujer que le exigía amor simplemente por ser su abuela. Tampoco le gustó tener que conocer a su abuela materna. Ésta le entregó el diario de María, su madre.
María desapareció con veintidós años, tres meses después del nacimiento de su hija. Raúl tenía veinticuatro, la edad que tenía Clara cuando leyó por primera vez el diario de la que fue su madre durante tres meses. María y Raúl desaparecieron el 18 de marzo de 1973 y nunca más se volvió a saber nada de ellos. Su hija desapareció también, pero fue entregada a la familia Sabala sin consentimiento de nadie.
Julián Sabala era capitán de navío, llevaba diez años casado con Rosa Ruiz, pero no habían podido tener hijos.
Clara fue un regalo para ellos, la criaron con todo amor, sin preocuparles como había aparecido en sus vidas. La llevaron a colegios de élite y después a una Universidad privada donde estudió Económicas. Nada más terminar la carrera, le había salido un trabajo en la empresa de un amigo de la familia. Fue entonces cuando aparecieron sus abuelas. El mundo se le vino abajo, no entendía cómo le había pasado eso a ella. Ella, que había sido educada para odiar a todos aquellos que habían apoyado a Allende. No podía creer que fuese hija de unos desaparecidos, de unos “comunistas” se repetía una y otra vez de forma atormentada. Dejó de trabajar, de ver a sus amigos, no quería salir de casa, no quería ver ni hablar con los que habían sido sus padres hasta ahora. Estaba confusa, tenía miedo, se sentía acorralada. Era la comidilla de todo su círculo, algunos le dejaron de hablar, otros se compadecían de ella.
Decidió marcharse, le hubiera gustado salir del país, pero se fue al sur, huyendo de Santiago, de la gente que le rodeaba hasta ahora.
Pero no sabía que no podía irse sin ella misma. Ella viajaba con ella y esa fue su perdición. Se llevó el diario de su madre y con recelo, asco, odio, rabia, comenzó a leerlo y comenzó a entender a aquella joven que había sido su madre. Y en medio de esa crisis conoció a Fran.
Fran lleno de proyectos, de ilusiones, de ganas de vivir. Fran le hablaba del anarquismo de principios de siglo, de las luchas que se habían desarrollado en la Patagonia. Del exterminio de los indígenas durante la conquista de estas tierras en el siglo XIX y XX. Fran, realmente, le hablaba de cosas que nunca le habían interesado que nunca se había parado a pensar.
Por primera vez, se paraba a oír puntos de vista distintos. Era como un desafío a todo el mundo que le había inculcado la familia Sabala.
Dejar Chile le produjo tranquilidad. Vivir en Santiago de Compostela, una ciudad tan diferente a su Santiago natal le gustó. La gente cerrada, callada, con un acento dulce al hablar, pero que no pedían permiso ni daban las gracias casi nunca, le resultaba curioso y a la vez le permitía poner más distancia con lo vivido anteriormente... Pero el pasado tenía demasiado lastre. Era difícil ir soltándolo, muchas veces se interponía entre los dos.
Se suicidó el mismo día que habían desaparecido sus padres, pero su cuerpo apareció dos días después, en la Costa da morte, lejos de su Chile natal. Ella no sería una desaparecida, su cadáver existía. Tenía veintisiete años, había vivido algún año más que sus padres.
Dejé a Fran triste pero tranquilo quería regresar a Chile con las cenizas de Clara y arrojarlas en el Océano Pacífico. Luego publicaría el libro que ya había terminado sobre Antonio Soto.
Mireya Martínez-Apezechea
2 comentarios:
La verdad que la historia de las dictaduras en America del Sur es demasiado extensa y triste.
Recuerdo de todo, hijos que encontrarona a sus abuelos e hijos que renegaron de sus abuelos.
Es mas recuerdo la historia de mellizos tambien adoptados por una familia de militares que luego fueron encontrados por sus abuelas y separados de su familia adoptiva. Cuando cumplieron los 18 y fueron mayores de edad volvieron con la familia adoptiva.
Todo tan terrible y tan tragico. Hay un buen libro del tema, se llama " de amor y de sombra" de Isabel Allende.
Igual finalmente a veces me pregunto quienes fueron los buenos y quienes los malos y tambien si los buenos fueron tan buenos y los malos fueron tan malos.
La historia contada es genial.
Muchas gracias Gera por tu comentario.
Saludos.
Las grullas
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