miércoles, 25 de abril de 2012

Vencejos

Desde hace unos días los oigo por las ventanas de mi casa.
Desde hace unos días he vuelto a la niñez, a la agradable sensación de que cuando los oía estaba más cerca el final del colegio.
Llenan las primeras horas del día y las últimas de la tarde con un bullicio al que estamos tan acostumbrados que a muchos les pasa desapercibido. A mí no, yo les escucho atentamente todas las mañana y todas las tardes, desde que llegan rozando mayo y se marchan antes de que sospechemos la llegada del otoño.
 Sus agudos chillidos son como puertas que se abren encima de mi cabeza y me dejan ver a unos pájaros que vuela sin parar a no ser que llueva fuerte o les esperen unos polluelos con la boca abierta, si esto no ocurre su sitio es el aire: para dormir, para aparearse, para comer, para vivir. El suelo es un accidente en su vida. No lo tocan ni en las horas densas del verano cuando no tienen más remedio que parar por el calor , pero siempre en un lugar alto: desvanes, aleros, huecos de árboles, grietas de las rocas. y allí permanecen hasta que notan sobre sus plumas que el Sol da una tregua, entonces vuelven a subir en amplios círculos para pasar la noche sobrevolando las nubes.
Ahora me acompañarán durante tres meses. Sus voces me refrescarán en lo más caluroso del verano y me transportarán a los días de las vacaciones infantiles.

Paloma ©

miércoles, 18 de abril de 2012

El Hombre Infiel.

Hace tiempo un vecino del barrio me contó esta historia, no sé si será cierta o no, pero quiero compartirla con Uds.

Había una vez… en el siglo pasado un muchacho barcelonés que soñaba con ser artista, el creaba hermosas figuras de cerámica con sus manos y tenía el don de convertir el barro crudo en una obra de arte, sin embargo, nadie se fijaba en su talento. Había intentado afanosamente exponer sus obras, pero las galerías de la ciudad apenas si lo atendían. Cansado de golpear las puertas de las galerías, el hombre terminaba vendiendo sus obras por poco dinero en los mercadillos de la ciudad. Un día, a última hora de la tarde, desilusionado y vencido, por no haber vendido nada, pagó al dueño del lugar y se marchó. LLego a su casa en el barrio del Poble Nou y preso de un ataque de furia rompió todo lo que había llevado para vender y se juró así mismo que nunca más lo intentaría.

“¡No tengo talento, soy un fracasado, jamás podré vender mis obras a nadie, no sirvo para nada!”. Gritaba furioso mientras estrellaba contra el piso las diferentes esculturas que había realizado. De repente sintió que alguien lo observaba, al darse vueltas vio a una mujer muy extraña, tenía el cabello largo, negro azabache, sus ojos de color verde esmeralda lo miraban con fijeza, estaba elegantemente vestida pero lucia muy rara. El hombre la miró y se secó las lágrimas, para que no lo viera llorar.

-¿Por qué haces eso? -preguntó asombrada la mujer.

-Bueno… es que no sirvo -tartamudeo el hombre-, en verdad no tengo talento, soy un fracasado, nunca lograré mi sueño.

La extraña dama sonrió y se acercó a él, le tomó las manos y lo miró a los ojos.

-Dios es el que tiene la última palabra. Si Dios pone en tu corazón un sueño es porque tienes el suficiente talento como para hacerlo realidad.

El hombre se quedó mudo sin saber que decir. La mujer recogió las obras que aún no había destruido y las observó detenidamente.

-Yo te puedo ayudar –dijo con una sonrisa a flor de labios-, conozco una persona que tiene una importante galería en el Paseo de Gracia, sé que le interesaran tus obras. Vamos a verla.

El hombre siguió a la mujer, se subieron a un taxi que ella pagó y llegaron a la puerta de la más importante galería que había en la ciudad. Aquella misma galería que muchas veces el portero ni siquiera lo había dejado entrar. El hombre, entre asustado y confundido, le dijo a la mujer que de ese lugar lo habían invitado a que se retirara varias veces, pero para su asombro, la mujer no le hizo caso y entró con él de la mano ante la atenta mirada del portero. Fueron directamente a la oficina donde estaba su amiga, la dueña de la galería. Y en efecto, a la dueña le gustaron sus esculturas y le pidió al hombre que hiciera algunas obras más, harían una exposición sin compromisos y si a la gente le gustaba podían firmar un contrato y hablar de negocios. El hombre aceptó.
De más está decirles que la exposición fue todo un éxito y firmaron un contrato. A partir de ese momento, la fama y la fortuna tocaron a su puerta, el hombre feliz viajaba por toda Europa con sus obras y era reconocido en todas las capitales del viejo continente. La extraña dama, siempre a su lado, se convirtió para él en lo más importante de su vida.

Una tarde de lluvia, en el taller donde creaba sus obras, él le propuso matrimonio y ella aceptó. La noche antes del casamiento, en la fiesta de despedida de solteros, ella le dijo:

-Te amo y sé que tu también a mí, pero solo quiero decirte una cosa, mientras me seas fiel no habrá problemas, pero el día en que me engañes conocerás la furia de mi alma.

El la miró, se sonrió y asintió, luego la besó apasionadamente, no tenía miedo, no pensaba engañarla nunca, se había enamorado perdidamente de ella. Se casaron y todo era felicidad para los dos. El dinero crecía en sus cuentas, tenían todo lo que habían soñado y en poco tiempo la vida les dio una hermosa niña. El hombre era el más afortunado de todos.

Pero un día, en un viaje a Viena, conoció a una joven mujer que lo impactó profundamente. Era alta, delicada, de rubios cabellos y grandes ojos azules. El hombre quedó flechado y se enamoró de ella mientras bailaba un vals en una recepción en su honor en el Palacio de Schonbrunn.

La joven también le correspondió y entre copas de champagne y música de orquesta suave, vivieron intensamente aquella noche, que culminó en una lujosa habitación de hotel. Él se sentía, joven, fuerte, el más dichoso de todos los hombres, aquella muchacha lo había cautivado tanto que ya ni siquiera pensaba en su propia mujer.
Lo que él pensó que sería una noche de pasión, se convirtió en una obsesión, decidió seguir adelante con esa relación y la convirtió en su amante. Todos los meses viajaba a Viena para estar con ella y vivía intensamente su amor sin que su mujer se enterase, o por lo menos, eso pensaba él.

Pero la joven quería algo más que una simple aventura, ella ansiaba ser la única dueña de aquel hombre rico, famoso y guapo, y por lo tanto, le exigió una y otra vez que abandonara Barcelona, que se mudara a Viena y que se casara con ella.

El miedo a perderla y su amor por esa joven precipitaron la decisión. Una noche, al regresar de Viena, su esposa le aguardaba como cada vez que el volvía de sus viajes, sonriente y feliz. Él algo seco le rechazó el beso de bienvenida y fue con ella hacia la biblioteca.

-Tengo que pedirte perdón, sé que no debí hacerlo pero se me fue de las manos. La verdad es que conocí a una joven en uno de mis viajes a Viena, estoy enamorado de ella y quiero pedirte el divorcio. Espero que me entiendas. Por el dinero no te preocupes yo me ocuparé que nada te falte a ti ni a la niña

Su mujer contuvo la respiración, lo miró a los ojos y asintió con la cabeza.

-Lo sabía. Siempre lo supe, desde la primera noche que pasaste con ella en el Hotel Sacher. Sin embargo, esperaba que fueras tú quién me lo dijera. Está bien acepto, pero antes quiero pedirte algo.

-¿Qué? Lo que desees… -dijo él, sin poder ocultar su alegría.

-Quiero un último beso de amor -contestó ella con los ojos chispeantes de dolor.

El hombre accedió sonriendo, se acercó a ella, la estrechó entre sus brazos y la besó. La besó largamente, intensamente, tanto que no podía desprender sus labios de los de ella, no podía, por más que lo intentaba algo lo sujetaba a ella con una fuerza sobrehumana, no podía... De repente, el hermoso rostro de su mujer se fue transformando; primero tomó el color pálido, luego se convirtió en un rostro de anciana arrugado y luego… el hombre dio un grito ahogado dentro de la boca de su esposa al darse cuenta que una serpiente estaba apretando su garganta y que el rostro de su mujer era el rostro de una calavera, que por el hueco de sus ojos había soltado la serpiente que ahora apretaba su cuello y le arrancaba la vida a aquel hombre infiel.

Cuentan las crónicas policiales de la época que el hombre murió estrangulado, de la mujer y de la niña nunca se supo nada. Meses después, cuando la mansión fue vendida, la nueva familia que entró al lugar, encontró en el sótano una figura de barro muy extraña, era un esqueleto alado que besaba con pasión a un hombre horrorizado, sin lugar a dudas, aquel fue el beso de la muerte...



Escultura El Beso de la Muerte, Cementerio del Este, Barrio del Poble Nou, Barcelona.

O.M.

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