Cuesta arriba
Una fría neblina llegaba desde la bahía atravesando los bosques. En poco tiempo alcanzaría el mar abierto y entonces ya no podría distinguirse el agua de la tierra.
Habían subido muchos escalones para llegar allí, doscientos, trescientos, incluso más, nunca los había contado a pesar de haber recorrido el camino muchas veces. Ahora lo andaba todas las tardes para estar con su marido.
Desde arriba la vista era espléndida. Nadie podía negar que los muertos tenían, en aquel pueblo, un lugar privilegiado. El sitio que ocuparan en la otra vida, si es que la había, estaba fuera de su alcance, pero a su hijo siempre le decía que el padre estaba en el cielo y todos los días le arrastraba escaleras arriba, sin importarle sus protestas, para que no se olvidara de él.
En el pueblo muchos pensaban que acabaría por pulir el granito a base de frotar con el cepillo de raíces y por conseguir que su hijo la odiara.
—No las molestes Javier, no las molestes.
Pero el niño insistió en hurgar con el palo, el ceño fruncido y como si fuera sordo.
—¡Baja de ahí… te vas a caer!
—Vamonos ya… pipi caballo.
—¿Qué…? —preguntó encogiendo los hombros y arrugando media nariz.
—Tono me ha dicho que en vez de me aburro diga pipi caballo.
La madre movió la cabeza con lentitud sonriendo y sudando, mientras que se desvivía en retirar flores frescas para colocar otras flores frescas en su lugar y en arrancar yerbas de grietas invisibles, aferradas a la vida sobre cualquier grano de tierra, para que nada le robara el más mínimo espacio a su marido. Él también debió agarrarse con fuerza a la más pequeña cosa que flotara a su alrededor, luchando contra una mano que se empeñaba en arrastrarle a la profundidad. ¿Cuánto tiempo gritaron llamándose unos a otros? ¿Qué te pasaba por la cabeza en aquella soledad? Si cuando llegaba la noche continuabas vivo ¿qué sentías en aquella negrura? ¿Cuánto tiempo había durado la agonía? Estas preguntas le cruzaban el cuerpo y la única manera de distraerlas era frotar con más fuerza, con tanta y tan rápido que la hacía jadear.
—Javier, por favor…, acabarán picándonos…Un día el tío Paco estaba haciendo lo mismo que tú…no te digo más que no daban abasto a quitarle aguijones... ¡Bien malo qué estuvo! contaba tú bisabuela… ¡Pero fíjate!… iban seis personas y solo le picaron a él.
—Quiero irme de aquí ―dijo enfurruñado.
—¿Sabes qué Inma estuvo en Holanda? —intentaba distraerle, que aguantara un poco más —ha traído unas flores preciosas… tulipanes… Hizo un redondel en el prado, delante de la casa, y los plantó. Ahora están naciendo las flores con unos colores preciosos rojo, morado, rosa… Algún día le pediremos alguna para traérsela a papá… ¿Qué te parece si después vamos a verlas? Javier deseo ir en ese mismo momento. A su alrededor había flores, pero las de Inma estaban vivas y también lo estaban sus hijos y los perros y las vacas y los gatos y las gallinas. Dio una tregua a las abejas y con voz tajante que no admitía demora, que exigía estar rodeado de futuro, se encaró con su madre diciendo:
—Muy bien, entonces llevame a verlas.
Paloma ©
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