miércoles, 16 de marzo de 2011

BAJANDO ESCALONES



Bajando escalones

Por un descuidado movimiento al ir a aclararlo el cuchillo acabo dentro de mi mano. El dolor me subió hasta el codo y después la sangre empezó a gotear sobre el fregadero.
Mi primer impulso fue ponerla debajo del grifo, como si el agua tuviera propiedades curativas y fuera a cicatrizar el corte, pero lo único que conseguí fue que la sangre saliera más rápido, así que cambié de método y apreté con fuerza la herida para tratar de contener la hemorragia.
Apoyada en la encimera, todo el cuerpo empezó a convertirse en algo blando incapaz de sostenerse. El miedo a caer y golpearme hizo que retrocediera para apoyarme en la pared. Me dejé escurrir por ella hasta el suelo, un buen sitio para tumbarse cuando se tiene la seguridad de que no va a haber tiempo de llegar a una cama. El interior de mis ojos se llenó de puntos luminosos y empecé a sentir un desagradable frío.
Entonces, por esos mecanismos de relación que tiene el cerebro, me vinieron a la memoria las palabras de mi padre el día que me enseñó cómo pelar una naranja, en una época en que solo por el olor de la fruta podías adivinar la estación del año en la que estabas y las naranjas olían inconfundiblemente a invierno.
―Usa tus manos ―me dijo― ve metiendo los dedos por debajo de la cáscara separándola poco a poco. Si al principio no puedes dale un pequeño mordisco para abrir la piel. No quiero que cojas un cuchillo hasta que seas mayor, aún eres muy pequeña y te puedes hacer daño.
―Y cuándo sea mayor y coja un cuchillo ya no me cortaré nunca, ¿verdad papá?
Sonrió, ahora lo sé, con cierta tristeza porque fue incapaz de mentirme.
Pelar aquella primera naranja fue un importante reto en el que puse todo mi empeño. No recuerdo cuanto tiempo tardé sólo tengo la imagen de una gruesa cáscara que mis pequeños dedos como garras atacaban una y otra vez. Y con cada desgarro la carne de debajo de mis uñas se separaba un poco más de ellas, sin embargo no me importaba así como tampoco que me dolieran durante días, al fin y al cabo eran heridas por hacer algo que yo estaba segura me acercaba al mundo de los adultos al que estaba deseando llegar, pues estaba convencida de que allí todo me estaría permitido sin correr ningún riesgo.
Para mí todos los mayores eran héroes, dioses y el más importante de todos, por supuesto, mi padre. La experiencia me iría arrancando a trozos esa idealización y me haría conocer sus limitaciones y con las suyas las de todos los adultos o quizá conocí primero las de los demás y apliqué las conclusiones a mi padre o quizá, lo más seguro, fuera una mezcla de ambas.
Al abrir los ojos lo primero que vi fue el techo de la cocina. En cualquier otro momento me hubiera fijado en una pequeña grieta que habría que arreglar, pero en ese instante algo atrajo mi atención con más fuerza: la mirada de mi hijo fija en mí y su expresión. Supe el camino que andaba recorriendo en ese momento: el de descubrir que su madre era más humana de lo que él suponía, pues no en balde había hecho algo parecido a morirse.
Tuve la certeza de haber bajado un escalón en su pedestal, y me di cuenta, en ese momento, de que era imposible que fuera el primero, en cambio para mí sí era la primera vez que tomaba conciencia de ello.

Paloma ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Y qué triste es crecer y darse cuenta que al fin y al cabo tus progenitores no son dioses si no personas de carne y hueso, con sus problemas, miedos, y sus luces y sombras...

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