martes, 30 de noviembre de 2010

EL NOVIAZGO



Libre interpretación de EL NOVIAZGO de Antonio Lobo Antunes

Naroa apareció corriendo, bajo la lluvia, entre los árboles del parque.
Yo la miraba desde el otro lado de la pared de cristal que, me separaba del parque. Cuando pasó cerca de la escultura de Chillida, creí que va a ser absorbida por ella.
Pero Naroa pasó veloz a su lado y entró en la cafetería del museo.
Dejó su paraguas abandonado en el paragüero que habían colocado a la entrada.
Naroa llegó tarde, como siempre. Me besó y pidió perdón con su boca y con sus ojos. Sus ojos verdes, profundos, llenos de vida, se disculpaban a medias.
Pidió café con leche y pastel de arroz. No había desayunado para no llegar demasiado tarde.
Yo me pedí el tercer café de la mañana.
Otro domingo pasado por agua, comentó Naroa mientras se quitaba el gorro de colores y dejaba a la vista su pelo color azabache.
Se sentó y sacó de una bolsa de plástico cuatro fotografías de 18 x 24.
Son las fotografías de las que te hablé, las fotografías que hizo mi madre en Lisboa hace veinte años, dijo Naroa.
Me las pasó y mientras ella comía pastel de arroz y bebía café con leche, yo miré las imágenes. Tres fotografías en blanco y negro y una cuarta virada en sepia.

En aquella época, mi madre hizo varios viajes a Portugal para visitara su familia. Su madre estaba muy enferma, así que durante aquel año fue unas cuantas veces a Lisboa para verla. Mis abuelos, vivían en la zona de Alfama, donde todo el mundo se conoce. Aquel año, ocurrió una desgracia en el barrio y mi madre fotografió a los protagonistas del suceso. Comentó Naroa.
Mientras ella desayunaba, miré las fotografías. En la primera aparecía un hombre de mediana edad, entrado en carnes. Lo que más me llamó la atención fue un delantal largo que le llegaba hasta los pies. El hombre estaba apoyado en la puerta de su tienda. Tenía un aspecto normal, nada especial, más bien vulgar.
La segunda fotografía estaba virada en sepia, como para diferenciarla de las demás. Aparecía una niña de trece o catorce años.
Vestía como una colegiala y llevaba unas trenzas largas. Está sentada debajo de un árbol, en un jardín. La niña miraba fijamente a la cámara, seria, con una mirada neutra.
En la tercera foto estaban retratados los padres de la niña, me dijo Naroa.
Estaban de pie, firmes como soldados. Eran una imagen de otro tiempo.
El hermano de la niña aparecía en la cuarta foto. Un niño delgado y sonriente, el único de los retratados que, parecía estar contento. Posaba ante la cámara, con las manos en los bolsillos de los pantalones y con un pie sobre un balón.
Mientras desayunaba, Naroa me iba contando quien era quien. Cuando terminó con el café y el pastel, pasó una servilleta por la mesa y colocó las cuatro fotos sobre la superficie y como si estuviera explicando una viñeta de tebeo o un retablo, se puso a contar la historia:

“Aquel año, la niña que siempre había sido muy estudiosa y que sacaba muy buenas notas, comenzó a suspender todas las asignaturas. También dejó de ver a sus amigos. No quería salir a la calle. Estaba triste y se comportaba de una forma extraña.
Como dejó de comer, la llevaron al médico y fue él, el que dijo que la niña estaba embarazada.
La cría no quería hablar, se sentía culpable, sentía vergüenza. Pero las palabras fueron saliendo de su boca y los padres supieron que el tendero de toda la vida, aquel hombre simpático que siempre estaba dispuesto a hacer algún favor, era el causante del embarazo. No entendieron nada, no sabían si su hija era la culpable o la víctima. Decidieron que la niña abortase y olvidarse del problema.
La niña abortó, pero dejó de hablar, de estudiar, de jugar.
El médico le recomendó un hospital psiquiátrico y allí dejaron a su hija.
Los padres y el hermano siguieron con su vida, pero todos los domingos iban a visitarla.
El tendero siguió vendiendo en su tienda, como si nada hubiera pasado.
La gente del barrio comento lo ocurrido durante un tiempo y luego se olvidó.
El mundo siguió girando, mientras la niña se perdía en las cuatro paredes del psiquiátrico”. .

Creo que esta historia te puede servir para tu trabajo sobre abusos sexuales a menores, dijo Naroa.
Luego me miró y dijo. No sé si la niña superó el trauma o si se quedó de por vida en el hospital, eso no te lo puedo contar, pero podemos ir a Lisboa y descubrirlo. Hace muchos años que no voy allí.
Yo me imaginé allí junto a Naroa y por unos momentos me sentí feliz.
Nos levantamos de la mesa, guardamos las fotografías. Ella se volvió a poner su cazadora, su bufanda y su gorro, yo me puse mi gabardina, la que uso los días de lluvia. Pagamos y con los paraguas abiertos nos perdimos entre los árboles del Parque de Doña Casilda.
Fue la última vez que la vi. Unas semanas después Naroa se marchó a Asia con una amiga y no he vuelto a saber nada de ella.
Yo estuve un par de meses en Lisboa. El hospital psiquiátrico ya no existe. Pero tuve acceso al informe de la niña de Alfama. Así pude enterarme que la niña estuvo tres años en el psiquiátrico. Pero el informe no hablaba de la evolución de la paciente. No pude incluir el caso en el estudio que estoy que ya he publicado. Pero gracias a aquella historia conocí Lisboa y a María.
Vuelve a ser otoño, llueve, el parque está lleno de hojas. Hemos estado en el museo, a María le han gustado las esculturas de Oteiza. Cuando salimos nos sentamos en la cafetería del museo. Miro a la puerta, veo la escultura de Chillida, pero sé que Naroa no va a entrar por la puerta. Dentro de una semana volveré a Lisboa con María y esta vez no será para dos meses.

(Antonio Lobo Antunes es un escritor y psiquiatra portugués. Nació en Lisboa en 1942. Participó en la guerra de independencia de Angola, como médico militar en el ejército portugués. Está experiencia ha marcado su vida y su literatura. Suele colaborar en el periódico El País)

Mireya Martínez-Apezechea

miércoles, 24 de noviembre de 2010

SIN AZÚCAR


Sin Azúcar

Al contarme mi suegra su proyecto de irse a África, quizás imaginó que tocaría enormes baobabs con forma de botella, pero nunca que su destino fuera América ni que muchos niños de la calle acabarían llamándola abuela Lola.
Aquella noche ella se subió a un sueño y yo recordé uno después de muchos meses
sin lograrlo: el asfalto de la carretera se había convertido en agua, un ancho cauce por el que nadaban cientos de delfines, era un espectáculo maravilloso. Lo miraba con atención desde un ángulo del que no puedo dar ninguna referencia, pues sólo es posible en los sueños. La sed me despertó en medio de él por eso pude retenerlo, así que tendré que dar las gracias a las anchoas que Lola había traído desde Santoña y las cuales me cené en una ensalada que podía llamarse de cualquier forma menos frugal.
Sentí frío en los pies al tocar el suelo. Mi mujer se empeñó en ponerlo cerámico cuando hicimos la obra: «Así se limpia mejor, se le pasa la fregona y listo» pero estaba gélido y esto molesta sobre todo en los meses de invierno. En cambio el agua la quería de la nevera. Un vaso, otro vaso y a la cama. Al cerrar los ojos los delfines seguían allí. Parecían estar esperándome para ponerse a nadar de nuevo. Nadaban y nadaban contracorriente a gran velocidad sin aparente esfuerzo, apareciendo y desapareciendo de la superficie continuamente, parecía tan fácil hacerlo que daban ganas de zambullirse y bucear con ellos. El Sol estaba muy alto y se reflejaba en sus lomos como si aquellos animales estuvieran hechos de titanio. Años más tarde, navegando en una pequeña embarcación por el Amazonas, al ver delfines rosados, Lola se acordaría del sueño que le conté aquel amanecer, cuando después de haberme bebido los dos vasos de agua tuve que levantarme a desbeberlos.
Al salir del cuarto de baño un olor a café me convirtió en un dibujo animado flotante que siguió la estela del olor por el pasillo.
─¿Te pasa algo Lola?
─No, estoy bien. No podía dormir.
Con los ojos guiñados por el exceso de luz miré el reloj del microondas, las seis y media.
─Pues yo llevo una noche ajetreada con animales marinos. Por una parte tus anchoas me han dado sed y por otra no he parado de soñar con delfines que iban por la M- 607 camino de la sierra. Al llegar a La Pedriza subían por El Manzanares que parecía el Amazonas, figurate su anchura . Yo creo que el alcalde los está agrupando en La Charca Verde para el día que acabe las obras de la M-30 mandarlos río abajo para más gloria de la inauguración…
─Seguro que no era el Manzanares Jorge, era el Nilo.
―¿El Nilo?
―Tengo que decirte algo importante. Vas a ser el primero en saberlo.
. ─Dejame adivinar, te has echado novio y vais a hacer un crucero por Egipto.
―No hay novio ni crucero.
Esperé impaciente, seguro de que lo venía después me iba a sorprender.
―Quiero irme a África.
―¿Quieres irte a África? ―desde luego no había calibrado bien el grado de sorpresa.
Ella daba vueltas al café igual que si en aquella taza hubiera un horizonte en el que perder la mirada.
―Me encontré con Pepa y Carmen hace unas semanas: “¿Que preparando las Navidades para repartirte entre tus hijos y tus nietos?” Y antes del verano me dijeron: “Ya te estarás organizando para que te traigan a los nietos en vacaciones. Es lo único que te queda, son los que te dan la vida después de lo de tu marido".
Se quedó en silencio. Comprendí que esas palabras habían sido combustible para su cerebro y que ahora mismo sus neuronas estaban en plena manifestación con una gran pancarta que decía: Exijo mi derecho a no ser comodín.
―Mi tiempo siempre podía esperar frente al de Ernesto, frente al de los niños. Pensé que aquello cambiaría, pero mi tiempo sigue esperando, ahora por mis hijos y por mis nietos. Y así seguirá si no hago algo para que sea diferente.
No quería interrumpirla sabía que no había terminado de hablar y aunque hubiera querido no habría sabido que decir.
―Quizá Pepa y Carmen lleven razón ―continuó― en lo de las navidades, quizá tengan razón, el verano es siempre así y así tenga que ser, pero yo necesito algo más que a mis nietos. ¿Imaginas lo que se debe sentir al cambiar el destino de un niño sin futuro? Jorge, en alguna parte tiene que hacer falta una maestra sin experiencia pero con muchas ganas de aprender y enseñar. No sé como contárselo a mis hijos, la que me da más miedo es tu mujer siempre ha sido muy burra. Ayúdame.
Era su yerno preferido. Yo lo sabía, todos lo sabían. No se cortaba en decirle a su hija, como ella me había confesado, que tenía un mirlo blanco en casa, que me cuidara porque no iba a encontrar a otro que la aguantara tanto como yo. Cuando Ana se enfadaba conmigo su frase preferida era: “Vaya, parece que el mirlito blanco no lo hace todo tan bien”.
―Te ayudaré. Te voy a echar mucho de menos Lola. Eso sí, tendré una buena excusa para conocer África. Procura que delante de tú casa haya un baobab, desde que leí El principito quiero ver uno de verdad.
A los niños aún no se les oía rebullir pero escuchamos que Ana se había levantado y antes de que entrara por la puerta nos miramos a los ojos y yo tomé un sorbo de café como a mí me gusta, sin azúcar.

Paloma ©

miércoles, 17 de noviembre de 2010

PERRO LADRADOR. (Relato)

Perro Ladrador.

Ay Señor. Eres incapaz de poner tu solito Canal + para ver el partido. Siempre tan listo y ya ves, no puedes con la técnica. Eres un antiguo. Claro que bien pensado siempre lo has sido. Mucho bla, bla, bla, nadie tan liberal como tu, con mayor amplitud de miras en todos los temas, sobre todo en lo referente a las mujeres y luego en casa... Hombre, no voy a decir que seas un maltratador, ¡como que yo lo iba a consentir!, pero si un mandón, aunque realmente la culpa es mía por no haber defendido bien mis posiciones: ¿para qué vas a trabajar después de casada? Para lo que ganas, me repetías. Y cuando llegó el primer hijo: ¡ Tampoco es cosa de abandonar tus obligaciones de madre por dos duros!.
Pero es que no era el dinero lo importante para mí, entérate. Me gustaba mi profesión, ya se que no es para presumir el ser Asistente Social, pero es que me agrada interesarme por la gente, solucionar problemas, moverme, estar al día, salir, arreglarme, y respirar libertad. En serio, ¿tu crees que he sido feliz en nuestro matrimonio? Vamos ya, el ser ama de casa está bien, muy bien, para quien tiene esa vocación, no para mi que nunca de soltera había entrado en la cocina y ahora tengo la impresión de que he pasado mi vida delante del fogón de butano, eléctrico, gas, vitrocerámica, esperando que el aceite tomara temperatura para freír patatas, croquetas o lo que fuera.
Haberte casado con una cocinera, y encima yo, cobarde, si wuana, si wuana, sin enfrentarme nunca. Claro que cuando te ibas después de comer, salía detrás de ti a ver una exposición, al cine, escuchar una conferencia, a una tertulia con amigas. Total con tal de estar en casa cuando volvías, aquí no ha pasado nada. Ni tu preguntabas, ni yo hacía ninguna alusión. Pues para que lo sepas, ha sido gracias a mi otra vida que he podido soportar esta. Y te digo una cosa, ahora que has dejado la empresa a nuestro hijo y pasas más tiempo en estas paredes, es cuando creo que voy a tener que tomar una decisión. Y sabes lo que quiero decir.
-Rosa, que empieza el partido y esto no marcha, échame una mano mujer
-Claro, creí que ya lo habías puesto tú ¿te apetece una cerveza y aceitunas?
-Nadie como mi Rosa, dame un beso chata.
Pues ya ves, solo una palabra cariñosa y me entrego. Ay, una que es débil.

Alicia

martes, 9 de noviembre de 2010

CONFESIONES EN EL TREN.

-¿Para que sirve la fidelidad?
Con esa pregunta se despachó Anita, mi compañera de trabajo, hoy, casi de madrugada, cuando nos íbamos a Guadalajara.
Semejante planteo a las 8 de la mañana, en un tren que está cruzando Castilla-La Mancha, no me hizo mucha gracia, pero sí logró que me despertara de golpe, ya que hablo como si le hubieran dado cuerda.
Su relato se centró en que hacía un tiempo atrás, (No precisó fechas exactas) en una de las tantas cenas de fin de año, su novio le confesó, luego de unas cuantas copas de Cava, que había tenido un desliz pasajero, sin importancia según él, con una joven anónima, de la calle, de la cual no sabía su nombre, ni su edad, ni de donde era, ni nada. Sólo un cuerpo que pasó, tal la definición que usó.
Se imaginarán mi cara ante semejante confesión, me puse muy incómodo y no sabía que decir, no tengo tanta confianza con ella, somos compañeros de trabajo y hace muy poco que la conozco, pero me acomodé a la situación.
Ella continuó (acentuando con su soliloquio el bamboleo del tren), enumerando las razones y causas que su “boyfriend” puso sobre la mesa esa noche, de por qué había hecho lo que hizo y por qué se había comportado de esa forma, después de casi seis años de noviazgo.
Los ojos de Anita, comenzaron a llenarse de lágrimas.
El segundo piso del vagón del tren de cercanías estaba lleno de gente y algunos me miraron un poco raro (¿Qué pensaría esa gente? ¿que qué le estaba diciendo yo a esa joven que lloraba sin consuelo? En fin, allá ellos)
Hasta que llegó la temida pregunta, que estaba esperando que no llegara:
-¿Existe la fidelidad? Seis años tirados a la basura por un momento de debilidad (¿Carnal?) ya no le creo lo que me dice… Anoche discutimos muy fuerte porque no quiso hacer nada… Claro, seguramente tuvo otro momento “fugaz” durante el día… ¿A ti qué te parece?...
Como no paraba de llorar, la abracé y traté de calmarla, mientras el altavoz del tren anunciaba que estábamos en Alcalá de Henares. Le di un pañuelo para que se limpie las lágrimas, junté coraje y comencé a buscar en la galera argumentos verosímiles (La situación era un poco delicada) le dije que debía preocuparse por ella, que tratara de no ponerse mal, que abriera un compás de espera y pensara que quería hacer, que ella era demasiado bonita para llorar por un hombre y bla, bla, bla…
Estuve bastante tiempo tratando de levantarle un poco la autoestima y el ánimo, que a esa altura del viaje estaban debajo de los durmientes de la vía. Hasta que me acordé de una vieja canción que cantaba Marilina Ross que decía: (Si la memoria no me traiciona)

¨···Si el amor no es egoísta, ¿por qué la fidelidad?
Si mi amor se fue está noche y es feliz con quien está,
porque me muero de celos, si el amor antes que nada es dar···”


Anita me quedó mirando, dejó de llorar y luego de unos instantes comenzó a reírse. Ya casi habíamos llegado a Guadalajara y no se habló más del tema. La expresión de su cara había cambiado por completo.
A la tarde volvimos a Madrid, hablando de trabajo, de cómo estaba la nueva oficina comercial y todo ese rollo, y, un minuto antes de bajarse en Atocha, me miró a los ojos, me agarró la mano y me dijo:
-Gracias por prestarme tu oreja y escucharme. Gracias por los consejos. Tengo la canción muy presente, la canté durante todo el día en voz baja. Creo que la voy a poner en práctica…
Me dio un beso en la mejilla y se bajó.
Omar Magrini.

martes, 2 de noviembre de 2010

THANATOS Y EROS.

Mujer Llorando.

Lloraba dulcemente sin descomponer el rostro, como persona acostumbrada a dar rienda suelta a su dolor sin la esperanza de ser consolada. Lloraba y las lagrimas resbalaban por las mejillas, mojaban los labios y empapaban el papel que sostenía entre las manos.

Solo una mujer sin fuerzas para rebelarse, podría aceptar tan mansamente la causa que le producía una tristeza tan honda.
La miró con atención sabiendo que no detectaría su presencia, tan abstraída estaba. ¿50, 55 años? La cirugía estética o la naturaleza, no sabría decirlo, la mantenían bella en la madurez, atractiva. Las manos sensitivas ni siquiera estrujaban el papel donde estaba escrito aquello que le provocó la pena. La testigo no necesitaba leerlo para saber que era un adiós definitivo pero no inesperado para su protagonista. Esos ojos de mirada perdida en los que parecía estar proyectándose toda su vida, el rictus de la boca entre la sonrisa y el grito, los hombros caídos, derrumbados ante el peso de lo inevitable; todos los síntomas externos hablaban del impacto que provoca una despedida impuesta, no elegida.

Contuvo su impaciencia ¡ tenía tanto trabajo! Este lo realizaría como siempre de forma aséptica, profesional, sin dejarse llevar por la simpatía o la emoción. Había sido llamada tan insistentemente que no pudo sustraerse, aún a sabiendas de que siempre hay un margen para la esperanza o la desesperación, y que tendría que esperar.
De pronto la mujer sufriente se puso en pie, recompuso su ropa, retocó el rostro en el espejo frente al que estaba sentada y marcó un número de teléfono.
-Acepto el papel. Una mujer con una enfermedad incurable es una prueba, un reto. Saldré airosa.
-Impostora, aulló sin voz la Muerte. Solo representabas, ensayabas un personaje...
Y desapareció muy ofendida.

Nunca Es Tarde

Debía ser cosa de la edad, pero ya no podía con aquellas hembras recias, bravías que tanto le gustaban en su juventud. Ahora las prefería jóvenes, tiernas, casi abandonando la infancia.

Él mismo las escogía una a una cuando se las presentaban: esta para hoy, aquella para dentro de dos semanas... tampoco podía, ni quería, hartarse de su carne delicada, perfumada, dulce, a veces con un cierto resabio como si hubieran vivido ya, a pesar de las apariencias, alguna aventura amorosa.

Mientras esperaba dejaba volar la imaginación, para que su cuerpo se alborotase y respondiera ante un estímulo como el que estaba a punto de llegar a sus manos. Si, con ella entraría en su jardín de las delicias, y un hilo de saliva se desprendía de sus labios. Primero la admiraría en la desnudez de sus formas perfectas y luego su boca la iría recorriendo por entero, lamiendo cada centímetro de piel tersa, dorada, mordisqueando aquí y allá solo por juguetear, aún sin prisa, disfrutando los preliminares y embridando su impaciencia con una copa de vino para demorar el momento decisivo del encuentro.

Sabía que cuando todo hubiese terminado, volvería a caer en una especie de sopor, de alejamiento, del que solo retornaría al día siguiente al iniciarse el rito de la elección. Tenía la certeza de que es lo único que le mantenía con vida, ¿por qué negarse esa satisfacción, aunque fuese cruel?.

Llamaron a la puerta
-Señor, le presento su cría de gacela asada con aroma de romero y dátiles maduros. Salud mi Rey.

Alicia

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