martes, 2 de noviembre de 2010

THANATOS Y EROS.

Mujer Llorando.

Lloraba dulcemente sin descomponer el rostro, como persona acostumbrada a dar rienda suelta a su dolor sin la esperanza de ser consolada. Lloraba y las lagrimas resbalaban por las mejillas, mojaban los labios y empapaban el papel que sostenía entre las manos.

Solo una mujer sin fuerzas para rebelarse, podría aceptar tan mansamente la causa que le producía una tristeza tan honda.
La miró con atención sabiendo que no detectaría su presencia, tan abstraída estaba. ¿50, 55 años? La cirugía estética o la naturaleza, no sabría decirlo, la mantenían bella en la madurez, atractiva. Las manos sensitivas ni siquiera estrujaban el papel donde estaba escrito aquello que le provocó la pena. La testigo no necesitaba leerlo para saber que era un adiós definitivo pero no inesperado para su protagonista. Esos ojos de mirada perdida en los que parecía estar proyectándose toda su vida, el rictus de la boca entre la sonrisa y el grito, los hombros caídos, derrumbados ante el peso de lo inevitable; todos los síntomas externos hablaban del impacto que provoca una despedida impuesta, no elegida.

Contuvo su impaciencia ¡ tenía tanto trabajo! Este lo realizaría como siempre de forma aséptica, profesional, sin dejarse llevar por la simpatía o la emoción. Había sido llamada tan insistentemente que no pudo sustraerse, aún a sabiendas de que siempre hay un margen para la esperanza o la desesperación, y que tendría que esperar.
De pronto la mujer sufriente se puso en pie, recompuso su ropa, retocó el rostro en el espejo frente al que estaba sentada y marcó un número de teléfono.
-Acepto el papel. Una mujer con una enfermedad incurable es una prueba, un reto. Saldré airosa.
-Impostora, aulló sin voz la Muerte. Solo representabas, ensayabas un personaje...
Y desapareció muy ofendida.

Nunca Es Tarde

Debía ser cosa de la edad, pero ya no podía con aquellas hembras recias, bravías que tanto le gustaban en su juventud. Ahora las prefería jóvenes, tiernas, casi abandonando la infancia.

Él mismo las escogía una a una cuando se las presentaban: esta para hoy, aquella para dentro de dos semanas... tampoco podía, ni quería, hartarse de su carne delicada, perfumada, dulce, a veces con un cierto resabio como si hubieran vivido ya, a pesar de las apariencias, alguna aventura amorosa.

Mientras esperaba dejaba volar la imaginación, para que su cuerpo se alborotase y respondiera ante un estímulo como el que estaba a punto de llegar a sus manos. Si, con ella entraría en su jardín de las delicias, y un hilo de saliva se desprendía de sus labios. Primero la admiraría en la desnudez de sus formas perfectas y luego su boca la iría recorriendo por entero, lamiendo cada centímetro de piel tersa, dorada, mordisqueando aquí y allá solo por juguetear, aún sin prisa, disfrutando los preliminares y embridando su impaciencia con una copa de vino para demorar el momento decisivo del encuentro.

Sabía que cuando todo hubiese terminado, volvería a caer en una especie de sopor, de alejamiento, del que solo retornaría al día siguiente al iniciarse el rito de la elección. Tenía la certeza de que es lo único que le mantenía con vida, ¿por qué negarse esa satisfacción, aunque fuese cruel?.

Llamaron a la puerta
-Señor, le presento su cría de gacela asada con aroma de romero y dátiles maduros. Salud mi Rey.

Alicia

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