Mentiras presumidas
Cuando de madrugada necesitaba ir al baño Carmencita siempre despertaba a alguna de sus hermanas. Nunca sucedió al contrario aunque también fue pedido, aunque el pasillo de la corrala estaba igual de oscuro para todos. La jerarquía en los hermanos se cumplía en esto como en otras tantas cosas y más cuando era aprobada por los padres.
En la adolescencia sus relaciones se ampliaron fuera de la familia y entonces surgió el fenómeno de la invisibilidad. Podéis pensar que era debido a cambios hormonales propios de la edad o a inicios de misticismo, pero estaréis equivocados. La explicación es mucho más sencilla: cuando nadie la admiraba, Carmencita notaba que su cuerpo se desvanecía. Un cuerpo que recordaba a una caja de zapatos, no muy separada del suelo, y encima un cerebro tan entretenido en ella misma que el único talento que alcanzó a perfeccionar fue el de llamar la atención por la vía médica. No había enfermedad que no hubiera padecido, ni prueba ni tratamiento que no le hubieran hecho o puesto. Hasta un día que mi padre relató sus difíciles relaciones con la orina, por culpa de la próstata, dijo que lo mismo, lo mismo le pasaba a ella.
Alardeaba de todo y sólo con razón de pelo. De pequeña su madre le daba petróleo para evitar los piojos. Después se lo arreglaba con tranquilidad durante mucho tiempo y le decía: “Hija, es raso negro” y el peine parecía que nunca encontraba el final de la melena.
Presumía de haber ido apartando pretendientes a golpe de cadera, sin embargo es evidente que era mentira porque le costó mucho cazar un marido. Escogió la pieza entre los hermanos de sus amigas, un hombre labrador y no porque plantara lechugas sino porque era como un perro de esa raza: manso, para que no pudiera irse en busca de otra mujer que no fuera tan esponja, para que nunca enseñara los dientes.
Tardé mucho en enterarme de que, antes de la guerra, su padre fue albañil y su madre portera de una casa relativamente cercana al Retiro. Aquel ligero roce con los límites del barrio de Salamanca la marcaron para siempre e hizo que lo adoptara como suyo de toda la vida y que escondiera la corrala, la portería y que contara con ambigüedad que su padre se dedicaba al negocio de la construcción.
Carmen es como un rompecabezas que voy formando a lo largo de los años. Sus hermanos y sus amigos me van dando piezas que ella jamás me proporcionaría y que hacen que el puzle se vaya completando.
Paloma ©
Cuando de madrugada necesitaba ir al baño Carmencita siempre despertaba a alguna de sus hermanas. Nunca sucedió al contrario aunque también fue pedido, aunque el pasillo de la corrala estaba igual de oscuro para todos. La jerarquía en los hermanos se cumplía en esto como en otras tantas cosas y más cuando era aprobada por los padres.
En la adolescencia sus relaciones se ampliaron fuera de la familia y entonces surgió el fenómeno de la invisibilidad. Podéis pensar que era debido a cambios hormonales propios de la edad o a inicios de misticismo, pero estaréis equivocados. La explicación es mucho más sencilla: cuando nadie la admiraba, Carmencita notaba que su cuerpo se desvanecía. Un cuerpo que recordaba a una caja de zapatos, no muy separada del suelo, y encima un cerebro tan entretenido en ella misma que el único talento que alcanzó a perfeccionar fue el de llamar la atención por la vía médica. No había enfermedad que no hubiera padecido, ni prueba ni tratamiento que no le hubieran hecho o puesto. Hasta un día que mi padre relató sus difíciles relaciones con la orina, por culpa de la próstata, dijo que lo mismo, lo mismo le pasaba a ella.
Alardeaba de todo y sólo con razón de pelo. De pequeña su madre le daba petróleo para evitar los piojos. Después se lo arreglaba con tranquilidad durante mucho tiempo y le decía: “Hija, es raso negro” y el peine parecía que nunca encontraba el final de la melena.
Presumía de haber ido apartando pretendientes a golpe de cadera, sin embargo es evidente que era mentira porque le costó mucho cazar un marido. Escogió la pieza entre los hermanos de sus amigas, un hombre labrador y no porque plantara lechugas sino porque era como un perro de esa raza: manso, para que no pudiera irse en busca de otra mujer que no fuera tan esponja, para que nunca enseñara los dientes.
Tardé mucho en enterarme de que, antes de la guerra, su padre fue albañil y su madre portera de una casa relativamente cercana al Retiro. Aquel ligero roce con los límites del barrio de Salamanca la marcaron para siempre e hizo que lo adoptara como suyo de toda la vida y que escondiera la corrala, la portería y que contara con ambigüedad que su padre se dedicaba al negocio de la construcción.
Carmen es como un rompecabezas que voy formando a lo largo de los años. Sus hermanos y sus amigos me van dando piezas que ella jamás me proporcionaría y que hacen que el puzle se vaya completando.
Paloma ©
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