Visitando el blog de un amigo, leí un post sobre lo pesado que se le hacía subir la cuesta del día domingo.
Dicho post me trajo a la memoria, lo que yo sentía los domingos cuando era niño.
Recuerdo que ya desde aquellos años, siendo un púber aún, detestaba ancestralmente ese día de la semana, porque era el día en que todos los parientes y familiares venían a casa a pasar el día. Cabe aclarar que, de parte de mi padre eran 8 hermanos y de mi madre eran 6 hermanos, así que imagínense, un batallón de gente desparramado por toda la casa. Nunca venía todos juntos, pero con una familia de 4 bastaba y sobraba. Mis tíos y sus respectivos hijos, o sea mis primos, llegaban en manada, a la mañana muy temprano y se iban al caer la tarde y recién ahí, una vez despejada la casa de familiares invasores, yo podía sentarme en la mesa del comedor a hacer mis tareas para el día lunes.
Y por supuesto, mi madre, limpia que te limpia la casa, (porque los parientes, “muy rico todo y se iban…” pero la los platos quedaban sucios y en esa época no había lavaplatos) mi padre limpia que te limpia el asador y mi hermana por ahí, a su aire, jugando con sus muñecas. Y quien suscribe, con el cuaderno y el lápiz, mascullando bronca en la mesa del comedor, luego de ayudar a acomodar la casa… Encima, no podía ver televisión hasta que no terminara de hacer toda la tarea, por eso, más detestaba los visitantes… En el fondo ellos no tenían la culpa, yo podía haber hecho la tarea el día anterior, pero era esa invasión dominguera multitudinaria la que me molestaba.
Y de adolescente (Ya grandulón, situémonos en el colegio secundario, yo hice 6 años de colegio técnico así que desde los 12 a los 18 años aproximadamente) mis tíos y primos dejaron de ir tanto a casa, lo hacían, pero más esporádicamente y mis padres comenzaron a visitar sus casas más seguidos, o sea, les devolvían las visitas de años anteriores. (¿Habrá sido a modo de venganza? Ahora me surge la duda, ¿Se habrán cansado ellos también? Se lo preguntaré a mi madre en el próximo viaje)
En esta etapa, la situación de domingo-fobia podía tener múltiples variantes; si salía el sábado por la noche de reviente, y llegaba muy tarde, (o temprano, según como se lo mire), no me acostaba y compartía con ellos unos mates, medialunas de dulce de leche, grandes charlas, leía el diario, luego el almuerzo y después sí, caía en la cama hasta la noche. O, la otra opción, llegaba, me acostaba y me levantaba al mediodía, almorzaba con mi familia, charlábamos un poco de sobremesa y después seguía durmiendo hasta que los últimos rayos de sol de la tarde, que entraban por la ventana, me despertaban. Y ahí nomás llegaba la noche, la cena, TV en familia y se terminó el domingo. (Por supuesto que nadie sabía que la cabeza se me partía al medio,… por el agua mineral con gas bebida la noche anterior…)
Lo que más llegó a molestarme del domingo a la tarde eran dos cosas; la puesta de sol, el atardecer, ese momento de la hora mágica, con esa luz tibia, amarillenta, me deprimía muchísimo ese momento tan especial. Recuerdo que me la pasaba encerrado en mi cuarto leyendo hasta que se hiciera de noche. Y la otra era, que la gente sentada en la vereda, escuchara los partidos de fútbol por radio. El relato del partido era terrible y letal. Nunca supe por qué pero odiaba el relato del futbol por radio.
Luego con el paso de los años, ya un poco más grandecito, pero antes de irme a vivir solo, dividía el domingo a la tarde en; salidas a tomar algo con la persona que había conocido la noche del sábado, (en un parque, debajo de un ombú, sobre la verde hierba, robé el primer beso y las primeras caricias…) salidas a caminar y a sacar fotos por la ciudad y salidas con amigos a tomar mates a la costanera de Santa Fe, frente al puente colgante, a ver pasar gente, divertirme y pasarla bien.
En esos años soñábamos y hacíamos proyectos sobre qué ibamos a hacer cuando fuésemos grandes...
Y ahora que soy grande, sueño con volver a tener esa edad, un domingo por la tarde.
Dicho post me trajo a la memoria, lo que yo sentía los domingos cuando era niño.
Recuerdo que ya desde aquellos años, siendo un púber aún, detestaba ancestralmente ese día de la semana, porque era el día en que todos los parientes y familiares venían a casa a pasar el día. Cabe aclarar que, de parte de mi padre eran 8 hermanos y de mi madre eran 6 hermanos, así que imagínense, un batallón de gente desparramado por toda la casa. Nunca venía todos juntos, pero con una familia de 4 bastaba y sobraba. Mis tíos y sus respectivos hijos, o sea mis primos, llegaban en manada, a la mañana muy temprano y se iban al caer la tarde y recién ahí, una vez despejada la casa de familiares invasores, yo podía sentarme en la mesa del comedor a hacer mis tareas para el día lunes.
Y por supuesto, mi madre, limpia que te limpia la casa, (porque los parientes, “muy rico todo y se iban…” pero la los platos quedaban sucios y en esa época no había lavaplatos) mi padre limpia que te limpia el asador y mi hermana por ahí, a su aire, jugando con sus muñecas. Y quien suscribe, con el cuaderno y el lápiz, mascullando bronca en la mesa del comedor, luego de ayudar a acomodar la casa… Encima, no podía ver televisión hasta que no terminara de hacer toda la tarea, por eso, más detestaba los visitantes… En el fondo ellos no tenían la culpa, yo podía haber hecho la tarea el día anterior, pero era esa invasión dominguera multitudinaria la que me molestaba.
Y de adolescente (Ya grandulón, situémonos en el colegio secundario, yo hice 6 años de colegio técnico así que desde los 12 a los 18 años aproximadamente) mis tíos y primos dejaron de ir tanto a casa, lo hacían, pero más esporádicamente y mis padres comenzaron a visitar sus casas más seguidos, o sea, les devolvían las visitas de años anteriores. (¿Habrá sido a modo de venganza? Ahora me surge la duda, ¿Se habrán cansado ellos también? Se lo preguntaré a mi madre en el próximo viaje)
En esta etapa, la situación de domingo-fobia podía tener múltiples variantes; si salía el sábado por la noche de reviente, y llegaba muy tarde, (o temprano, según como se lo mire), no me acostaba y compartía con ellos unos mates, medialunas de dulce de leche, grandes charlas, leía el diario, luego el almuerzo y después sí, caía en la cama hasta la noche. O, la otra opción, llegaba, me acostaba y me levantaba al mediodía, almorzaba con mi familia, charlábamos un poco de sobremesa y después seguía durmiendo hasta que los últimos rayos de sol de la tarde, que entraban por la ventana, me despertaban. Y ahí nomás llegaba la noche, la cena, TV en familia y se terminó el domingo. (Por supuesto que nadie sabía que la cabeza se me partía al medio,… por el agua mineral con gas bebida la noche anterior…)
Lo que más llegó a molestarme del domingo a la tarde eran dos cosas; la puesta de sol, el atardecer, ese momento de la hora mágica, con esa luz tibia, amarillenta, me deprimía muchísimo ese momento tan especial. Recuerdo que me la pasaba encerrado en mi cuarto leyendo hasta que se hiciera de noche. Y la otra era, que la gente sentada en la vereda, escuchara los partidos de fútbol por radio. El relato del partido era terrible y letal. Nunca supe por qué pero odiaba el relato del futbol por radio.
Luego con el paso de los años, ya un poco más grandecito, pero antes de irme a vivir solo, dividía el domingo a la tarde en; salidas a tomar algo con la persona que había conocido la noche del sábado, (en un parque, debajo de un ombú, sobre la verde hierba, robé el primer beso y las primeras caricias…) salidas a caminar y a sacar fotos por la ciudad y salidas con amigos a tomar mates a la costanera de Santa Fe, frente al puente colgante, a ver pasar gente, divertirme y pasarla bien.
En esos años soñábamos y hacíamos proyectos sobre qué ibamos a hacer cuando fuésemos grandes...
Y ahora que soy grande, sueño con volver a tener esa edad, un domingo por la tarde.
Omar.
Fotografía
Atardecer sobre el puente Colgante y la laguna Setúbal.
Santa Fe. Argentina.
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