AGOSTO TODAVÍA HUELE A BOMBA ATÓMICA
Ya no existe la ciudad de Kokura, no porque desapareciese durante la Segunda Guerra Mundial, como muchas ciudades japonesas, sino porque en 1963 se unió a otras cuatro ciudades, para crear la metrópoli de Kitakyushu.
Kokura había sido elegida para ser bombardeada el 9 de agosto de 1945.
Aquella mañana, la ciudad estaba cubierta por una capa de nubes.
El nuevo y moderno B-29 de las fuerzas aéreas estadounidenses, sobrevoló varias veces la zona, pero no tenía visibilidad suficiente para tirar la bomba que llevaba a bordo.
Aquella bomba a la que habían bautizado con el nombre de “Fat Man”, era mucho más potente que la que habían arrojado tres días antes sobre la ciudad de Hiroshima. Aquella bomba, no se podía tirar en cualquier sitio, tenía que caer en un blanco concreto, sobre una ciudad.
El avión sobrevoló varias veces la ciudad esperando que se despejase el cielo, pero después de varios intentos, el comandante al mando de la operación, decidió volar al siguiente objetivo.
Nagasaki aquella mañana también había amanecido nublada. El avión pasó sobre la ciudad, eran casi las once de la mañana cuando de pronto se abrió un claro en el cielo y la tripulación del “Bockscar” aprovechó ese momento para dejar caer la bomba.
Veintidós toneladas de TNT mezcladas con plutonio caían al vacío sobre el barrio de Urakami, a tres kilómetros del centro de Nagasaki.
De pronto, la bomba estalló, miles de personas desaparecieron, se convirtieron en sombras, no quedó nada de ellos. Otros sufrieron quemaduras en todo su cuerpo, heridas. La zona de Urakami desapareció, entre las ruinas e incendios, las sombras de los que se habían desintegrado, los cadáveres de los muertos, los heridos, los supervivientes.
El horror. Imposible imaginar.
Las cifras son frías, no huelen, no gritan, no lloran, no piden auxilio. Podemos leer que murieron entre 40.000 y 70.000 personas en un momento y que unas 75.000 quedaron heridas. En Nagasaki vivían en aquella época, 240.000 personas. Luego con el tiempo se fueron desarrollando diferentes clases de cánceres y de enfermedades relacionadas con las radiaciones y con la lluvia negra que siguió a la deflagración.
El B-29 siguió su viaje hasta la isla de Okinawa, donde había una base militar estadounidense. Allí la tripulación informó a sus superiores del “éxito” de la misión.
Tres días antes, el 6 de agosto de 1945, otro B-29, el “Enola Gay” había despegado de la isla de Tinian, llevando en sus entrañas una nueva arma de destrucción masiva, la primera bomba atómica.
Le pusieron el nombre de “Little Boy”. El avión voló desde las islas Marianas hasta Japón y dejó caer la bomba sobre la ciudad de Hiroshima.
El ejército estadounidense pudo comprobar en el acto la eficacia de la nueva arma y el horror que había generado.
Muchas personas, sesenta y cinco años después, todavía se siguen preguntando ¿cómo se pudo volver a utilizar otra bomba nuclear tres días después? ¿Qué culpa tenía la población civil? ¿Cómo se puede seguir investigando, fabricando y vendiendo armas de destrucción masiva?
Los que defienden el uso de este tipo de armas, justifican los bombardeos diciendo que gracias a ellos, el 15 de agosto de 1945, Japón se rindió.
Pero muchos historiadores opinan que el ejército japonés ya era consciente de su derrota y que tarde o temprano se iban a rendir.
Aquellas malditas bombas poco tuvieron que ver con la mecánica de la guerra.
A la entrada de la capilla Sintoísta de Sanno, en el barrio de Urakami, en Nagasaki. Dos viejos alcanforeros sobrevivieron al ataque nuclear. Hoy son considerados como un símbolo de resistencia contra la barbarie de la guerra. Son un símbolo del horror y de la esperanza al mismo tiempo.
Mireya Martínez-Apezechea
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