EL DENTISTA
Antes iba a un dentista que estaba cerca de casa. A los dos o tres años se trasladó a la calle Velázquez.
Cuando entré por primera vez en la nueva consulta me encontré con cinco recepcionistas, la sala de espera llena de sillones y lámparas de diseño y sentí cierta inquietud. Quizás en la próxima cita que pidiera me advertirían que debía ir vestida de Coco Chanel.
Aquel día iba con mi hija, le había empezado a molestar una muela.
―Tiene picado un premolar. Hay que hacer una endodoncia, ponerle una funda, sellarle las muelas y fluorarle los dientes.
La cara que puse puedo imaginarla por las palabras de la señora dentista.
―No se asuste no le va a doler, le ponemos anestesia.
―Ya, ya… pero… ¿Y a mi bolsillo?
Al pagar me aconsejaron que cuando cambiara el diente no tirara la funda porque era de… no me acuerdo, supongo que de algo valioso.
Ahora miro la caja donde está guardada y creo que olvidé preguntar para que debía hacerlo, si para hacerme un collar o venderla y así recuperar algo del dinero que me soplaron.
Mi hija salió feliz. Perdidamente enamorada del sillón que subía, bajaba y se tumbaba, del tubito al que se pegaba la lengua si la acercabas a él y que hacía un ruido como cuando sorbía por una pajita los últimos restos de un batido, de la lámpara que parecía un platillo volante.
Después de que lo contara entusiasmada varias veces, murmuré.
―Sí, sí es como entrar en la sala de mandos de la Enterprise. No entiendo a esas personas que pagan un dineral por hacer turismo espacial, si en el dentista tienes la misma sensación y te cobra lo mismo.
Me arrodillé frente a ella mirándole a los ojos y le lancé uno de esos consejos que los padres creemos básicos para el futuro de nuestros hijos.
―Hija, recuerda siempre que los dentistas no ven los dientes como tú ni como yo ni como nadie, para ellos son pequeñas cosas blancas con el símbolo del dólar tatuado en cada una ―el portero miró con expresión rara.
Por supuesto no entendió lo que le dije, inmediatamente me preguntó impaciente cuando volveríamos otra vez. La tarjeta de crédito tembló en el bolsillo.
Salí decidida a no pisar más aquel piso de la calle Velázquez.
Ahora voy a uno más modesto y asequible, si esto es posible tratándose de un dentista. El equipo lo componen él y una enfermera, dos personas polivalentes que lo mismo hacen una limpieza o una factura, reciben en la puerta o te empastan una muela. Tiene un sofá como el que tendríamos cualquiera de nosotros, una mesita baja con revistas y poco más porque la sala de espera es muy pequeña. El trato es familiar, les preguntas por su familia, ellos te preguntan por la tuya.
Él se parece a Moe, el dueño de la taberna en Los Simpsons y la verdad es que si te pone anestesia sales de allí con la sensación de llevar la mitad de la cara torcida y el hilillo de baba cayendo por la comisura de la boca, muy parecido a como saldrías después de haber tomado varias cervezas.
© Paloma
6 comentarios:
Cortito pero me ha conseguido sacar una sonrisa... por cierto,tengo que ir pidiendo cita al dentista!!!
Besos a todos
Gracias por tú comentario. Me alegro de que te haya hecho sonreir, es importante.
Cuando no te guste informamé, dime:esto es pésimo.
Paloma
Yo tambien me he reído.Y además tienes mucho razón.
Besos
Gracias Muli, se agradecen los comentarios. Me alegro que tú también te hayas reido un poco.
Besos.
Paloma
yo tambien pienso lo mismo de los dentistas, siempre que voy salgo con un presupuesto que me daria para cambiar los dos televisores de casa. En fin, dicen que es por salud.
Gracias por haberlo leído y tomarte un poquito de tiempo para poner unas letras. Seguiremos pensando en la salud que es el único consuelo ante los presupuestos.
Saludos
Paloma
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