Es un hecho que se repite en todas las épocas de vacaciones: el abandono de mascotas. Los más “responsables” los acercan hasta un centro de acogida, a una sociedad protectora. Los más irresponsables los dejan en cualquier sitio con la altísima probabilidad de que mueran atropellados y con el consiguiente peligro de que provoquen un accidente de fatales consecuencias. En este segundo día de verano he recordado una crónica que escuché, hace unos cuantos años, a Vicente Romero en Radio Nacional de España y que paso a reproducir para compartir con todos.
El único que volvió a casa
Vicente Romero 30/5/2006
Se aproxima otra época de abandono de perros. Centenares de cachorros que llegaron a cientos de hogares como regalo de Navidad o Reyes, serán abandonados por sus irresponsables propietarios cuando se produzca la fuga masiva por vacaciones que empieza ya a planearse en éstos días calurosos que invitan a pensar en el veraneo. Por eso, seguramente, un oyente tan amigo de los perros como yo me recuerda aquella canción del inmortal Georges Brassens, que décadas atrás ya se quejaba del abandono masivo de mascotas en Francia. Brassens pedía a sus dueños que no los abandonaran en la carretera número siete, a lo largo del Rhône. Y, sabiendo que su súplica era inútil, añadía con extraordinaria dureza no importa que esa gentuza se empotre contra un árbol; de todos modos, como no tienen alma... A propósito de todo esto, voy a narrar una historia que me han contado. Que ocurrió semanas atrás en un barrio del sur de Madrid, pero bien podría ser un cuento con moraleja a lo Brassens.
La pasada Semana Santa, cuando se produjo el inevitable éxodo masivo hacia las costas, un matrimonio con dos hijos decidió --como tantos otros-- librarse de ese estorbo que el perro representaba para sus vacaciones. Una noche, a solas, marido y mujer hablaron de cómo hacerlo. Sabían que los niños lo echarían de menos. Pero les dirían que se había escapado. Fingirían buscarlo, para tranquilizarlos, y les dirían que seguro que alguien lo recoge, ya que es tan mono y tan cariñoso. Después, confiaban en que la diversión en la playa les ayudaría a olvidarlo. Así, un par de días antes de emprender su ansiado viaje a Cullera, subieron al perro en el coche y se alejaron una decena de kilómetros, hasta otra ciudad dormitorio. Sin alejarse demasiado de la autopista, abrieron la puerta y empujaron al pobre animal con la seguridad de que no volverían a verlo. Si tenía suerte, encontraría otro hogar --se dijeron-- si no, acabaría hecho un guiñapo ensangrentado en el arcén de la carretera. ¡Qué más da! Una obligación menos, un gasto menos, una responsabilidad menos... Arrancaron y aceleraron, sin volver la vista atrás para no contemplar como el perro corría inútilmente detrás del coche, incapaz de entender aquella traición.
Dicen los vecinos de esa familia --de esa gentuza, diría Brassens-- que a primera hora de la tarde del viernes previo a Semana Santa, cuando el padre regresó de su oficina, llenaron el coche de trastos playeros, le pidieron a alguien que echara un vistazo a su casa, y se despidieron hasta el domingo de Resurección. Cuentan también que el martes santo, el perrillo volvió a su casa. Sucio, maltrecho, se sentó en el portal a esperar que alguien le abriese el paso. Sin saber qué hacer, los vecinos le pusieron un cuenco con agua bajo las escaleras y le bajaron algo de comer, día tras día, esperando que sus amos regresaran. Pero pasó el domingo y no aparecieron. El lunes supieron que jamás volverían: se habían matado, el matrimonio y sus dos hijos, cuando emprendían el viaje de vuelta. Su piso sigue cerrado desde entonces. El perro vive enfrente, y sus nuevos amos se conmueven al explicar que, cada vez que lo sacan a pasear, todavía olisquea la puerta de lo que fue su casa y gime con una pena profunda.
2 comentarios:
Maravillosa historia! Tristisima pero bellisima (perdon, nunca pongo los acentos en las palabras pero a estas se los pondria por lo bella de la historia)
Muchas gracias Gera por tu comentario.
Saludos
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