Comienzo de opereta
“Eugenia de Montijo/ hazme con tu amor feliz/ y por ello te haré reina/ de mi Francia emperatriz”. Así cantaba en los años 50 el tenor Luís Mariano, a una melindrosa Carmen Sevilla, en la película Violetas Imperiales.
En realidad Napoleón III lo que quería era acostarse con aquella española esquiva, que solo entregaría su virginidad a cambio de convertirse en Su Alteza Imperial Eugénie de la France. Y lo consiguió. Eso que contaba ya 27 años, una edad que había rebasado la considerada normal para desposarse. Claro que el novio 18 años mayor, era además de mujeriego y poco atractivo, menos inteligente que ella.
Se casaron con todo el esplendor impostado del Segundo Imperio el 30 de enero de 1853 en la Basílica de Notrê Dame en París, Luís Napoleón Bonaparte y María Eugenia duquesa de Teba.
En España es conocida como Eugenia de Montijo.
Nada hacía presagiar aquel destino para la niña María Eugenia, Ignacia, Agustina Palafox y Portocarrero Kirkpatrick, nacida en Granada el 5 de mayo de 1826, un año después de su hermana Paca, del matrimonio formado por el segundón de la Casa Montijo y la hija de un irlandés afincado en Andalucía. Se habían conocido en París. El duque de Teba llevaba varios años en la capital exiliado por su condición de afrancesado y Manuela, mucho más joven, había sido enviada allí para completar su educación y buscar novio. Encontró a este noble sin dinero, pero noble al fin, que al ser perdonado por Fernando VII pudo volver a su tierra. La pareja fijó su residencia en Granada donde vivían con estrecheces económicas.
Como no hay mal que cien años dure, el primogénito de Montijo murió sin descendencia y su hermano heredó el título y las prebendas.
Las niñas eran monisimas. Paca, morena, tez pálida, pizpireta y Eugenia más seria, rubia de ojos azules, ambas altas y esbeltas. Mamá las llevó a París para que adquirieran su barniz de cultura y allí vivieron rodeadas de algunos intelectuales de la época que visitaban los salones de la duquesa, como Stendhal y Merimée. El papá se quedó en España cuidando de sus intereses y quejándose de cómo su esposa daba aire al dinero. Él no tenía ni idea de lo que cuesta casar bien a dos hijas.
En su finca de Carabanchel, pueblo cercano a Madrid, la madre¾celestina como todas las de la época- organizaba fiestas y divertimentos, incluso montaban obras de teatro para atraer a los hijos de buenas familias. El soltero de oro era el duque de Alba, que al fin lo cazó Paca, aunque las dos hermanas estaban enamoradas de él. Eugenia no tenia suerte en el amor: Pepe Alcañices, duque de Sexto, por quien se sintió más que atraída, tampoco se le declaró. Qué papelazo.
-Nos iremos a París- propuso doña Manuela. Y en coche de caballos, que ya es ganas, hicieron cientos de Kilómetros hasta la ciudad luz, que por aquel entonces todavía no lo era. Pero París siempre ha valido una misa o un viaje o lo que sea. Y a ellas no les fue mal. Además, no eran perezosas, de hecho este viaje de ida y vuelta lo repitieron varias veces según necesitara Eugenia encelar a Luis Napoleón, o imponerle el deseo de su presencia.
Quien la sigue la consigue o cómo llegar a emperador
El futuro Napoleón III era fruto del matrimonio entre Hortensia Beauharnais, la hija que Josefina aportó al contraer nupcias con Napoleón y el hermano de este, Luís Bonaparte a los que había nombrado reyes de Holanda. Era hijo de la pareja en teoría, en la práctica y en todas las conversaciones, se sabía que el papá llevaba los entorchados de un almirante holandés. Hortensia, siempre fue una mujer apasionada y poco convencional, que pasó de los brazos de su padrastro a muchos otros sin sonrojarse y con gran desenvoltura. Incluso ya viuda, tuvo un hijo natural que, cosas de la vida, al ser un hombre de gran valía, le llevó con acierto las cosas del gobierno a su hermanastro. De hecho cuando murió el duque de Morny, todo se fue al garete: Luís Napoleón daba para poco. Su activa vida sexual le consumía las pocas energías físicas e intelectuales con que contaba.
Volvamos a los inicios políticos del futuro Napoleón III.
Al morir por sífilis el Aguilucho, Napoleón II que nunca llegó a reinar, su primo se erigió en Jefe de la Casa Bonaparte y aunque nadie le tomaba en serio, él muy persistente, no se daba por vencido. Durante años intentó de diversos modos hacerse con el poder y aunque le sirvió para darse a conocer, también le acarreó destierro y cárcel. De toda experiencia se puede obtener ventaja y Luís Napoleón vivió estas contingencias con espíritu animoso del que le quedaron como recuerdo algunos hijos no reconocidos. Para sus asonadas necesitaba dinero, del que carecía, así que daba sablazos donde y a quien podía. En un viaje a Madrid con este fin, conoció a Eugenia y ya trató de conquistarla. Sin éxito, por supuesto, aunque fue un buen objetivo para ella cuando su boda en España no acababa de cuajar. Coincidieron mucho en París, donde Luís Napoleón llegó a pertenecer a la Asamblea y casi por carambola fue elegido en un momento convulso, y como mal menor, presidente de la misma. Ya solo quedaba dar el golpe y autoproclamarse emperador. Eugenia generosamente le prestó dinero para esto. Convertido en Napoleón III pidió la mano de la española que su mamá le concedió encantada y aliviada.
Retrato en blanco y negro
Sería injusto presentar a Eugenia como una jugadora de ventaja solamente. Además de bella e inteligente, era ingeniosa, culta, amante de la lectura cosa poco frecuente en la época y protectora de artistas y literatos. Muy dotada para las relaciones sociales; con una memoria prodigiosa nunca olvidaba un nombre ni una cara, lo que le hacía cercana y simpática. También la describen como experta en esgrima y muy aficionada a la hípica, además de desarrollar un agudo sentido estético que le llevó a ser considerada la “emperatriz de la moda”. Pero también a patrocinar la construcción del canal de Suez y los cambios que el recién nombrado baron Haussman propuso para hacer de la capital de Francia el asombro de Europa. Por supuesto nunca descuidó las obras de caridad y una cierta labor social con los más necesitados. Incluso consiguió indultos para más de 3000 presos políticos
En contra: sus enemigos la retratan como autoritaria, antiliberal, católica a ultranza y despilfarradora, además del gran defecto de creerse dotada para la política. Su intervención en la diplomacia francesa tuvo fatales consecuencias, tanto como Regente cuando el emperador estaba en las guerras de Italia y Crimea, como cuando influyó poderosamente para declarar y perder la guerra en México y sobre todo su empeño en ir contra Prusia. ¡Es mi guerra! Animaba.
No se le puede negar, sin embargo, una gran entereza de ánimo en los momentos finales del derrumbamiento del régimen después de la capitulación de Sedán.
Bailando, paso los días bailando
En aquel entonces, todavía Alaska no había popularizado esta canción, pero una visión en panorámica del Segundo Imperio, producía esta impresión: siempre estaban bailando: en la alegría y en la tristeza, en tiempos de paz y de guerra. Grandes bailes, magníficos como espectáculo, al que asistían mil personas, en otras ocasiones más intimas sólo quinientas donde se tocaban rigodones y valses sin parar. Parecía que las fiestas mundanas con su rígida etiqueta, eran la única razón de existir; la fiebre de diversiones venía a constituir el nervio de la alta política imperial. Era un movimiento continuo, tal vez para no pensar.
Eugenia le dio al emperador un heredero, cumplió con su obligación, pero el esposo ni antes ni después se molestó en guardar las formas y empalmaba una amante tras otra dejándola en evidencia ante la corte y el pueblo. Planteó la cuestión: seré la emperatriz, más no tu mujer. Se acabó la vida íntima en común. A él, aunque la amaba, no pareció importarle demasiado y ella se quitó un enorme peso de encima. Se quedaba con el poder y el estatus y que otras le aguantaran. Tan contenta estaba que decidió liberarse del miriñaque y pasarse al polisón, mucho más fácil de manejar.
Ser perfecta es agotador
Eugenia era llamada la emperatriz de la moda. Ella la dictaba e imponía.
La primera etapa del reinado se distinguió por el uso y el abuso del miriñaque: armadura de ballenas o de acero revestida de crinolina y recubierta de enaguas de colores, sobre la que se montaban los trajes sobrecargados de volantes, abullonados, fruncidos, encajes y todo lo que pudiera dar sensación de pompa. Además, el modelo se complementaba con una larga cola que se llevaba a todas las horas del día, no sólo para ceremonia. Las calles eran un montón de polvo y suciedad y aunque la nobleza las recorría en coche de caballos, la plebe que por emulación vestía igual que ella, hacia de barrenderos municipales y arrastraba todo lo que encontraban a su paso. Insalubre cien por cien.
En cuanto a los peinados eran muy exagerados con redecillas para protegerlos y pequeños sombreros encaramados arriba, ( Martínez Olmedillo recoge una coplilla que se cantaba por aquel entonces, supongo que en francés: las señoras de hoy en día, sólo por figurar, llevan sobre la testa, un colchón y un sofá). Otras tendencias: sombrillas con puño de marfil para guarecerse del sol, escotes generosos con hombros y brazos al aire, chales de Cachemira y ricas telas. La violeta como flor exquisita y su aroma en el eau de toilette.
Eugenia también popularizó los chalecos, corbatas, cuello y puños “a lo hombre” para montar a caballo.
Era un figurín viviente, ella misma dibujaba los modelos, y todo el mundo la imitaba. Disfrutaba imponiendo la norma en el vestido, el peinado, las costumbres sociales. Para ella se creaban incluso colores exclusivos como el verde nilo, que llevó en la inauguración del canal de Suez. Tenía un amplísimo vestidor, donde cuentan, comprobaba sobre un maniquí la ropa y joyas que deseaba lucir para ver el efecto en su conjunto (el resto de las damas de alta alcurnia se conformaban con verlo en muñecas, precursoras de nuestra Mariquita Pérez)
Todo esto de crear moda, posar para pintores, organizar fiestas, funciones de teatro y bailes, exigía mucho dinero y a Eugenia tiempo y esfuerzo. Napoleón estaba encantado con el relumbrón que su esposa daba a la dinastía, así que sacaba dinero de donde fuera, no siempre de fuentes limpias, para mantener el boato de la corte y entretenida a su cónyuge.
Y, sin embargo,
Espejito, espejito, ¿hay otra más bella que yo?.
Eugenia tenía en su misma corte una temible rival: la princesa de Metternich, esposa del embajador de Austria, que disfrutaba compitiendo con la emperatriz en elegancia y belleza. Ella fue la primera que se presentó a un baile sin miriñaque. El escándalo fue mayúsculo, pero al poco tiempo, Eugenia incluida, todas las mujeres lucían trajes rectos al que como recuerdo de la etapa anterior añadieron un polisón, que acabó siendo en algunos casos ridículo por su enorme tamaño. Estamos en 1866 y esta moda permaneció con ligeras variantes hasta la primera gran guerra.
Final de drama
Aparentemente al menos durante el Segundo Imperio, Francia disfrutaba de una bonanza económica y un desarrollo industrial y económico envidiable. Las guerras, absurdas, innecesarias, mermaron su erario y acabaron con el régimen. 1870: Napoleón tuvo que rendirse en Sedán a las fuerzas prusianas, un deshonor difícilmente asumible por el país. Fue depuesto. Así acabó esta etapa de apenas veinte años de la historia de Francia, no así la de Eugenia, que refugiada en Inglaterra, perdida su influencia y poder, todavía sacó fuerzas para acompañar con dignidad a su marido hasta la muerte. Le quedaba el hijo: el príncipe imperial Eugenio Luís.
Siete años después en África, combatiendo en el ejército británico contra los zulúes, perdió la vida.
Eugenia que al quedarse viuda todavía tuvo el coraje de seguir luchando por mantener el trono de la moda y para ello se cortó el flequillo, siendo rápidamente seguida por miles de mujeres, en esta ocasión tiró la toalla hundida en el dolor.
Alquiló un barco y en él recorrió el mundo, su espiritu inquieto lo mantenía intacto. Durante 40 años anduvo de la ceca a la meca: el mediterráneo, Irlanda, Escocia, Noruega, Egipto, África. Llegó a España, donde nadie prácticamente la conocía, y fue acogida por su sobrino el duque de Alba. Murió en el palacio de Liria de Madrid el 11 de junio de 1920, a los 94 años.
Una vida que si bien empezó como el argumento de una opereta, acabó siendo un culebrón.
No hizo feliz con su amor a Luis Napoleón, no lo fue ella tampoco, aunque si consiguió ser emperatriz de Francia.
Coloquemos sobre su recuerdo un ramillete de sus flores preferidas, en desagravio por la ironía con que a veces la hemos tratado.
Violetas imperiales para Eugenia de Montijo.
Alicia
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