martes, 1 de febrero de 2011
EL MEDIADOR
EL MEDIADOR
La puerta se cerró tras él con su ruido de llaves y cerrojos.
El mediador supo que estaba solo en aquella aventura y un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Respiraba aquel aire, porque un grupo de amotinados en el penal de N... le había designado como representante de sus reivindicaciones delante de la autoridad. Estaba todavía amaneciendo en un día frío de enero y la brisa suave, pero gélida, le azotó el rostro. Se frotó las manos con energía, como para darse ánimo a sí mismo, y saco un cigarrillo que encendió lentamente, tomándose su tiempo tal vez para pensar, o controlar el pánico que le invadía. El plan había sido minuciosamente estudiado en todas sus variantes, pero nadie puede controlarlo todo. Confiaba en el buen resultado del mismo, por supuesto, se jugaba demasiado como para permitirse dudar del éxito.
Era consciente de que le observaban. Arrastrado por el viento llegó desde las cocinas un agradable olor a café; aspiró con fruición y el sabor imaginado se mezcló en su boca con el del pitillo. Parecía que le costara separarse del edificio, abandonar su protección. Avanzó un paso y la fina capa de hielo crujió bajo sus pies.
Miró alrededor.
El penal situado en una explanada, no tenía otras construcciones colindantes para asegurar visibilidad a los centinelas, y ni el piar de un pájaro madrugador rompía el silencio. Suspiró y comenzó a caminar hacia el coche que le esperaba a escasos metros con el motor en marcha.
Ahora los espacios cerrados le daban seguridad, pero no siempre fue así.
Se crió en plena libertad, de movimientos y responsabilidades. Abandonó el colegio en cuanto pudo y tonteó con distintos oficios por si alguno de ellos le despertaba la vocación, y por no escuchar a su madre, súper protectora y siempre quejosa con él. El padre nunca contó para nada en la familia. Trabajaba y trabajaba, bebía a veces, comía, dormía... ni su mujer, ni aquel hijo a quién no comprendía le importaron demasiado. Tampoco era violento, ni exigente. Tan solo una sombra sin apenas voz.
Siempre se echa la culpa del comportamiento a las malas compañías; de acuerdo que sus propuestas suelen ser más atractivas que las que ofrece la monotonía de una vida gris. Pero quién les presta oídos, estaba ya predispuesto a seguirlas, aún antes de conocerlas. Nunca se engañó a este respecto.
Se comportó como estaba previsto y si hizo un alto en ese camino, fue gracias a que conoció al que más tarde se presentó como sacerdote. Parecía un obrero más, pero consiguió que un grupo de chicos le escucharan. Les hablaba de ellos y trató de buscar soluciones para su apatía; hasta que inesperadamente le trasladaron a otra zona. Desapareció.
Y con él los buenos propósitos de enmienda, si es que alguna vez los tuvo.
Cuando hace años cruzó esposado el umbral de la cárcel, se había revuelto en un intento inútil por escapar. Atravesó todos los controles y al llegar a la celda asignada, todavía bullía en su espíritu la rebeldía y el convencimiento de que aquella situación era transitoria. A pesar de la sentencia.
El olor a humedad, a gente hacinada, a detritus, lo tuvo mucho tiempo pegado a la pituitaria. Los gritos y palabrotas atormentaron sus oídos y la visión de aquella chusma con la que no se sentía identificado le producía asco, como la comida que juzgaba bazofia. Claro que peor fue el silencio sonoro de la celda de castigo y el tacto viscoso de la sangre cuando sufrió un navajazo en el patio.
Esas percepciones, quizá inventadas, le acompañaron tanto como la rabia y las ganas de huir.
Pasó el tiempo, y la calma se fue introduciendo poco a poco en su espíritu. Recibir los rayos del sol pegado a la pared del patio era un chute de energía. Escuchar a las golondrinas cuando pasaban rasantes sobre las cabezas un regalo inesperado. Aprendió a ver seres humanos, donde antes solo percibía masa. Incluso el rancho ya le sabía sabroso.
Aunque tuvo recaídas, claro. Todavía recordaba con nostalgia lo que pudo haber sido y no fue: ese amor loco por la asistenta social que incluso le llevó a creer que era correspondido. Y aún con el sufrimiento del desengaño, el sueño más bonito que cruzó su vida. Por aquel entonces, su adolescencia y juventud pendenciera, sin reglas ni metas le parecían ajenas a su persona. Nuevas sensaciones y emociones estaban creando al hombre nuevo que era ahora.
Reinventarse no fue fácil y por sí mismo nunca lo hubiera logrado. Primero alguien al salir de nuevo al mundo dejó abandonó un libro en su celda, estuvo a punto de destrozarlo y sin saber muy bien como, empezó a leerlo. Más tarde, se atrevió a ir a la biblioteca y sacar otro. Después ya no pudo parar. Cuando acababa de trabajar en el economato, corría a la sala de lectura y allí el tiempo se detenía. Vivía otras vidas, descubrió que dentro de él existía alguien a quien nunca le dio oportunidad de aflorar. Se reconcilió con su pasado y acepto el porvenir. Era una forma consciente de felicidad que ya nunca le abandonaba. Tuvo la oportunidad y el apoyo para estudiar, y lo hizo. Derecho primero y Psicología después.
Con estos títulos, abrió consulta gratuita para sus compañeros presos y así llegó a ser querido y respetado. Por eso ahora iba en aquel coche en calidad de mediador, con el ánimo un poco encogido por la responsabilidad, pero feliz por poder ser útil a los demás.
Los dos policías que le acompañaban en el coche le escuchaban con simpatía, tenía una voz agradable y era un magnifico narrador, hasta que inesperadamente una navaja le rebanó a uno el cuello, y obligó al otro a parar el motor antes de seguir la misma suerte.
─Lo siento chicos, ha sido mi primera oportunidad de ser libre y no podía desperdiciarla.
Alicia
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