martes, 26 de octubre de 2010

RÍO GUAREÑA



Río Guareña

Mis pies empiezan a resbalar sobre piedras de color canela y con rapidez piden ayuda a las manos. Cuando la izquierda se agarra a la barandilla, el tacto con la madera astillada le hace tener cuidado para que ningún trocito sienta la tentación de viajar entre su piel, pues, aunque cree en la libertad de elegir lugar para vivir, no quiere que después anden hurgando con una aguja entre sus dedos para hacer bajar al pasajero.
Todavía no le veo, pero ya oigo volar sus aguas al final de la cuesta. Puedo imaginar su carrera entre piedras y a la vegetación echarse encima de él como cientos de comensales sobre la mesa que les ofrece comida. Después de la última vuelta del camino mis ojos toman el relevo a la imaginación y ven al perro de otros viajeros jugando con la orilla, tan lleno de diversión que lo miran con algo de envidia; con miedo también porque juega a escasos metros de donde el río se lanza bajo tierra.
El Guareña decidió no formar un cañón. Humilde, escribe su historia a escondidas, reservada sólo para los que tengan la inquietud de ver más allá de lo que hay en la superficie de las cosas, para los que no sientan claustrofobia al adentrarse en el centenar de kilómetros de cuevas formadas con la lentitud del que sabe que tiene tiempo de sobra.
Me acerco al cauce y tomo entre las manos un poco de río, quiero tenerlo más cerca para preguntarle: ¿Desde cuándo llevas haciendo esto? Y después lanzo el agua al agua.
Cuando estoy bien borracha de sombra y de frescor, en este caluroso día de julio, subo caminando hasta la ermita de San Bernabé. Me la encuentro en la base de una gran ola petrificada cuando iba a romper. Frente a esa pared escucho un sonido sordo y constante. Cualquiera diría que es el río que, detrás de mí, se deja caer por el sumidero sobre los huecos que él mismo ha abierto, pero yo sé que es mi pregunta que resuena debajo de los pies, en el interior de las galerías. Viaja por dentro de la montaña en un paseo que la lleva por: cuevas de paredes grabadas, salas adornadas con pinturas, simas de silencios absolutos, oquedades en las que una gota de agua que cae es un concierto. Puede imaginar el largo camino de la religiosidad del hombre al entrar en santuarios prehistóricos. Atraviesa la Sala de las Huellas, donde contempla con devoción las marcas que los pies desnudos de mis antepasados dejaron impresas en el suelo. Caerá por torrentes con ruido ensordecedor, por salas anegadas de agua bajando de nivel en nivel hasta lugares donde solo expertos espeleólogos tienen permitida la entrada
Durante el tiempo que estoy contemplando la fachada de la ermita, unos sillares y una puerta tapando la entrada de la cueva, tengo la certeza de que mi pregunta ha dejado de pertenecerme desde el mismo momento en que la he empujado a hacer un viaje que yo nunca me hubiera atrevido ni siquiera a empezar. También estoy segura del alivio que va a sentir cuando salga a cielo abierto y también de que va a seguir acompañando al agua hasta que alcancen el mar.
Me contará todo, el día que la recoja en una playa y prometo escucharla con la máxima atención mientras dejo un rastro de huellas sobre la arena.

Fotos: ermita de San Tirso y San Bernabé, río Guareña y camino de subida a la ermita.

Paloma ©









miércoles, 20 de octubre de 2010

DONANTE. (relato)

- ¡Me dono integra!
- ¿Qué estás diciendo?, no me hagas reír… -dijo Mora sorprendida.
- Sí, como escuchaste. Estoy rendida a sus pies. Quiero un hijo de él y te aseguro que lo voy a tener.
- Ana… por favor. Ya no sabes que hacer para llamar su atención. Parece que vivir un tiempo afuera no te hizo muy bien. ¡Qué cambiada estás!
- La gente no cambia, modifica hábitos. -dijo Ana sonriendo- Y dos años no es mucho tiempo…
- En dos años pueden pasar muchas cosas, buenas y malas.
- El tiempo no significa nada. Estoy enamorada y punto. –dijo ana mientras sacaba un cigarrillo de la cartera.
- ¿Y pensás que “donarte” a él, es el camino correcto para retenerlo?
- No lo sé. Ni me importa. Es lo que siento.
- No te entiendo. -dijo Mora-. Y no fumes que me hace daño.
- Yo soy así, sin condiciones ni secretos.
- Anita querida… estás perdiendo la poca dignidad que te quedaba.
- Para que sirve la dignidad si no puedo ser feliz, ¿eh?
- No me vengas con planteos filosóficos de feria. Sabes muy bien a que me refiero.
- No Mora…no lo sé. Decímelo…
- Lo que intento decirte es que… no puedes ponerte un moño en la cabeza y regalarte o donarte, como quieras llamarlo, a un hombre así… -Mora dejó de hablar y la miró fijo. Luego continuó-, así como así, a cuatro semanas de haberlo conocido.
- No me estoy regalando. Me quiere y lo quiero.
- ¡Qué seguridad…! Ana por favor. Habló la voz de la experiencia. ¿Y cómo sabés que te quiere?
- Porque me lo dijo. -dijo Ana encendiendo el cigarrillo.
- Palabras… son solo palabras que se las lleva el viento… cosas que se dicen en un momento de placer extremo y nada más… Abrí los ojos… ¿No te das cuenta?
- ¿De qué? –preguntó Ana exhalando el humo de la primera pitada.
- Que te engaña con cuanta mujer se le cruza en el camino…Vamos… no hay peor ciego que el que no quiere ver. –dijo Mora mirándola fijamente-. ¿No te das cuenta o no te querés dar cuenta?
- Que parte de “l o a m o”… ¿no entendés?
- Amor… Encuentros al paso que no te dejan nada. Formas que se mueven, cuerpos que se funden, fluidos que se mezclan –dijo Mora mientras gesticulaba con sus manos-. Te das vuelta y no se cae nada, estás vacía. Hoy un juramento, mañana una traición y si te he visto no me acuerdo.
- Algo es algo ¿no?… Peor te fue a vos, que el único que tuviste se te fue…
- Sí, -respondió Mora abatida-, tenés razón. Me dejó y fue. Dicen que no hay mal que por bien no venga.
- Mora… disculpame, no quise…
- No te hagas problema. Estoy acostumbrada.
- Perdóname. ¿Sí?… -dijo Ana cambiando el tono de voz-. Con esa panza pareces un dirigible a punto de explotar.
- Apoyá la mano y sentilo… ¿lo sentís?, se está moviendo.
- Es verdad… está como… inquieto –dijo Ana con la mano apoyada sobre la panza de Mora.
- Mamá siempre me decía, “si tu hermana te ataca, tenés que defenderte”. Pero te quiero y deseo lo mejor para ti.
- Entiendo que quieras protegerme. -Ana retira su mano de la panza de Mora y ambas siguen caminando-. Y te agradezco, pero te aseguro que puedo hacerlo sola. Amo a Roberto y estoy completamente segura que él también a mí. Me habló de casamiento… y de irnos a vivir juntos a su casa. Puedes venir a visitarnos cuantas veces quieras, mi casa es tu casa y yo también quiero ver crecer a mi sobrino…
- Gracias por la invitación hermanita. Pero no. –dijo Mora mientras le hacia señas a un taxi para que se detenga.
- No te vayas –dijo Ana, agarrándola del brazo.
- Soltame Ana. Saluda de mi parte a mi futuro cuñado. –dijo Mora mientras se subía al taxi-. No será el primero ni el último en cumplir con ambas hermanas la función de padre. Adiós.
Ana se quedó parada inmóvil en medio de la vereda, mirando el taxi que se alejaba.

Fin
Omar Magrini.

martes, 12 de octubre de 2010

La vaca




LA VACA

La puerta se iba volviendo roja, de un rojo violento que recordaba a la sangre. Crecía. Cada momento que pasaba, la puerta se hacía más grande. El agua entraba violentamente en la habitación por las ranuras de aquella inmensa puerta roja.
El miedo se apoderaba de él, se sentía pequeño ante la inmensidad de la puerta, ante el flujo de líquido que invadía el espacio.
El hombre se movía nervioso, buscando algo con que achicar el agua.
De pronto la puerta saltó en pedazos y un inmenso río, entró sin pedir permiso en la habitación.
Era el final.
Al otro lado de la puerta había una estación repleta de gente.
¿Qué hago yo aquí? Se preguntó el hombre. Yo no quiero ir a ninguna parte. Pero no podía elegir, la masa humana le empujaba, le llevaba, no le permitía volver atrás. Comenzó a moverse contra corriente. Era difícil desplazarse, luchaba por abrirse un hueco entre el flujo humano. Se asfixiaba, no podía respirar, quería gritar, pedir paso, pero su boca permanecía cerrada, sin emitir ningún sonido.
La estación se hizo pequeña, ya no había nadie, el silencio era total, estaba solo. Solo con una vaca blanca.
Era una vaca majestuosa, de una belleza increíble, nunca había visto una vaca parecida. Alguien le había pintado los ojos con khol negro y le había puesto un collar de flores alrededor del cuello.
Que vaca tan preciosa, pensó y se acercó para hablar con ella.
La vaca le miró con una mirada coqueta y él comenzó a decirle algo. En ese momento sintió que alguien le llamaba, le tocaba en el hombro. Él seguía con la vaca, quería comentar algo con ella.
Ya no había vaca, ni gente, ni estación, ni agua, ni puerta, estaba tumbado en su cama. La cama de todos los días. Una joven pelirroja le decía algo, pero él no entendía bien, no deseaba escuchar nada, sólo quería seguir en la estación con la vaca.

Mireya Martínez-Apezechea

martes, 5 de octubre de 2010

¿DÓNDE ESTÁN LAS LÁGRIMAS DE ANOCHE?

La bruma llegaba desde la bahía atravesando los bosques de pinos que desde la cima en que se asentaba la casa, se despeñaban montaña abajo hasta detenerse respetuosos en la alfombra de arena. Quizá decir que hacía frío fuera exagerado teniendo en cuenta la época del año, pero el relente se hacía sentir y Marta y yo nos abrochamos el chubasquero que, en previsión, le obligué a coger antes de salir.
La luna guiaba nuestros pasos y mil sonidos nos acompañaban; unos reconocibles, como el cri-cri de los grillos, otros, imposibles de identificar. De todos modos eran perfectos para ilustrar la aventura de caminar a altas horas de la noche camino de la playa. Con cuidado de no resbalar por la pendiente, —por otra parte tan conocida—, íbamos asentando los pies con cuidado y cuando una piedra empujada sin querer se deslizaba dando trompicones y haciendo un ruido infernal, —eso nos parecía—, la seguíamos con la luz de la linterna hasta que desaparecía en la oscuridad.
Marta, nada más llegar a nuestro destino, se empeñó en buscar entre las rocas cercanas alijos de contrabando abandonados allí para ser recogidos por los enlaces de tierra. Historias sobre operaciones así eran muy corrientes, y tal vez ciertas, en el pueblo que se escondía tres kilómetros tierra adentro. Sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la piedra, en silencio, esperábamos.
Pasó un tiempo en que medio nos adormilados con el sonido del oleaje, cuando escuchamos vocerío, gritos, — ¿sería cierto lo de los piratas?— y entonces vimos siluetas borrosas que caminaban sobre las aguas, desapareciendo para volver a surgir en posición sedente, aisladas o formando grupos; cuerpos fosforescentes sin rostro y algunas manos levantadas como buscando apoyo en el firmamento para conservar la estabilidad. Marta se apretujó a mi cuerpo y creo, no estoy seguro, que la ceñí con el brazo en actitud protectora. Las palabras, si lo que llegaban hasta nuestros oídos lo eran, parecían pedir socorro, o ayuda, no sé. Marta instintivamente se puso de pie y encendiendo la linterna se acercó a la orilla. Unas manos, apenas entrevistas unos segundos, envueltas en la espuma de la marea, se acercaban. —Mira, ahí, me indicó—, y yo también vi entonces la patera que arrastrada por sombras se balanceaba peligrosamente a punto de zozobrar. Sin pensarlo me introduje en el agua y traté de echar una mano a aquel esfuerzo. — ¿Policía?— me preguntó el hombre del anorak verde y moví la cabeza negativamente sonriendo y sudando por el esfuerzo. —Gracias amigo— y puso su mano mojada sobre mi hombro.
En apenas unos minutos la playa quedó vacía de nuevo; las figuras corriendo encorvadas, pegadas casi al suelo, desaparecieron camino de la carretera, supongo. La escena vivida me pareció irreal, fruto de una pesadilla, y cuando todavía perplejo miraba, sin ver, hacia la oscuridad que los había engullido, el llanto de un niño me hizo dar un respingo. Marta, siempre tan decidida, dirigió el haz de luz al fondo de la embarcación y allí descubrimos la cara de una mujer joven que apretaba con una mano un lío de ropa sobre su pecho, y con la otra acariciaba la cara de un niño de unos cinco años que se despertaba lloriqueando en su regazo. Sonrió; enderezándose me tendió el paquete que portaba para poder saltar a tierra y una vez en ella, juntando las manos en actitud de súplica susurró mirando mis brazos rígidos, casi formando un ángulo recto con el cuerpo, y señalando el fardo que yo sostenía dijo: — Tú cuidar, Maila venir a buscar, tú cuidar—, y agarrando a su hijo se perdió en la noche.
¿Qué había ocurrido? Me sentía asustado. El bulto de mis brazos rebullía; era incapaz de reaccionar. Marta, que durante aquella situación demostró madurez y una valentía superior a la mía, se acercó y entreabriendo la ropa gritó: —Un bebé, es un bebé—. Miré con curiosidad, aunque nada sorprendido y un ser del que desconocía el sexo, piel morena y grandes ojos negro, me miraba ¿confiado? Yo, un hombre solo que pasa las vacaciones con su hija de doce años, había accedido a bajar con ella a la playa para disfrutar desde allí la lluvia de estrellas, lágrimas de San Lorenzo, que se anunciaba para aquella noche: —Se puede pedir un deseo a cada estrella que caiga, y se cumplen, ya lo verás —me repetía Marta. ¿Tuvo lugar el fenómeno atmosférico? En cualquier caso nos lo perdimos. Pues bien, yo, repito, la persona menos adecuada, era el depositario de una vida humana a la que me sentía ajeno. Le llevaría al Centro de Salud, al Ayuntamiento, a la Guardia Civil... Marta como siempre adivinó mis pensamientos.
—No papá, tienes que esperar a que venga su madre, ella lo prometió.
_¿Esperar, pero cuanto tiempo?_ pensé.
—No te preocupes, le cuidarán las tías de mi amiga Leticia. Ellas ayudan a los que llegan sin papeles.
_¿Cómo sabía esto mi hija? Resignado a reconocer que ella dirigiría el futuro de aquel bebé, exclamé
—De acuerdo, no perdamos tiempo, llévame hasta ellas.
Alicia

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