martes, 12 de octubre de 2010

La vaca




LA VACA

La puerta se iba volviendo roja, de un rojo violento que recordaba a la sangre. Crecía. Cada momento que pasaba, la puerta se hacía más grande. El agua entraba violentamente en la habitación por las ranuras de aquella inmensa puerta roja.
El miedo se apoderaba de él, se sentía pequeño ante la inmensidad de la puerta, ante el flujo de líquido que invadía el espacio.
El hombre se movía nervioso, buscando algo con que achicar el agua.
De pronto la puerta saltó en pedazos y un inmenso río, entró sin pedir permiso en la habitación.
Era el final.
Al otro lado de la puerta había una estación repleta de gente.
¿Qué hago yo aquí? Se preguntó el hombre. Yo no quiero ir a ninguna parte. Pero no podía elegir, la masa humana le empujaba, le llevaba, no le permitía volver atrás. Comenzó a moverse contra corriente. Era difícil desplazarse, luchaba por abrirse un hueco entre el flujo humano. Se asfixiaba, no podía respirar, quería gritar, pedir paso, pero su boca permanecía cerrada, sin emitir ningún sonido.
La estación se hizo pequeña, ya no había nadie, el silencio era total, estaba solo. Solo con una vaca blanca.
Era una vaca majestuosa, de una belleza increíble, nunca había visto una vaca parecida. Alguien le había pintado los ojos con khol negro y le había puesto un collar de flores alrededor del cuello.
Que vaca tan preciosa, pensó y se acercó para hablar con ella.
La vaca le miró con una mirada coqueta y él comenzó a decirle algo. En ese momento sintió que alguien le llamaba, le tocaba en el hombro. Él seguía con la vaca, quería comentar algo con ella.
Ya no había vaca, ni gente, ni estación, ni agua, ni puerta, estaba tumbado en su cama. La cama de todos los días. Una joven pelirroja le decía algo, pero él no entendía bien, no deseaba escuchar nada, sólo quería seguir en la estación con la vaca.

Mireya Martínez-Apezechea

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