La bruma llegaba desde la bahía atravesando los bosques de pinos que desde la cima en que se asentaba la casa, se despeñaban montaña abajo hasta detenerse respetuosos en la alfombra de arena. Quizá decir que hacía frío fuera exagerado teniendo en cuenta la época del año, pero el relente se hacía sentir y Marta y yo nos abrochamos el chubasquero que, en previsión, le obligué a coger antes de salir.
La luna guiaba nuestros pasos y mil sonidos nos acompañaban; unos reconocibles, como el cri-cri de los grillos, otros, imposibles de identificar. De todos modos eran perfectos para ilustrar la aventura de caminar a altas horas de la noche camino de la playa. Con cuidado de no resbalar por la pendiente, —por otra parte tan conocida—, íbamos asentando los pies con cuidado y cuando una piedra empujada sin querer se deslizaba dando trompicones y haciendo un ruido infernal, —eso nos parecía—, la seguíamos con la luz de la linterna hasta que desaparecía en la oscuridad.
Marta, nada más llegar a nuestro destino, se empeñó en buscar entre las rocas cercanas alijos de contrabando abandonados allí para ser recogidos por los enlaces de tierra. Historias sobre operaciones así eran muy corrientes, y tal vez ciertas, en el pueblo que se escondía tres kilómetros tierra adentro. Sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la piedra, en silencio, esperábamos.
Pasó un tiempo en que medio nos adormilados con el sonido del oleaje, cuando escuchamos vocerío, gritos, — ¿sería cierto lo de los piratas?— y entonces vimos siluetas borrosas que caminaban sobre las aguas, desapareciendo para volver a surgir en posición sedente, aisladas o formando grupos; cuerpos fosforescentes sin rostro y algunas manos levantadas como buscando apoyo en el firmamento para conservar la estabilidad. Marta se apretujó a mi cuerpo y creo, no estoy seguro, que la ceñí con el brazo en actitud protectora. Las palabras, si lo que llegaban hasta nuestros oídos lo eran, parecían pedir socorro, o ayuda, no sé. Marta instintivamente se puso de pie y encendiendo la linterna se acercó a la orilla. Unas manos, apenas entrevistas unos segundos, envueltas en la espuma de la marea, se acercaban. —Mira, ahí, me indicó—, y yo también vi entonces la patera que arrastrada por sombras se balanceaba peligrosamente a punto de zozobrar. Sin pensarlo me introduje en el agua y traté de echar una mano a aquel esfuerzo. — ¿Policía?— me preguntó el hombre del anorak verde y moví la cabeza negativamente sonriendo y sudando por el esfuerzo. —Gracias amigo— y puso su mano mojada sobre mi hombro.
En apenas unos minutos la playa quedó vacía de nuevo; las figuras corriendo encorvadas, pegadas casi al suelo, desaparecieron camino de la carretera, supongo. La escena vivida me pareció irreal, fruto de una pesadilla, y cuando todavía perplejo miraba, sin ver, hacia la oscuridad que los había engullido, el llanto de un niño me hizo dar un respingo. Marta, siempre tan decidida, dirigió el haz de luz al fondo de la embarcación y allí descubrimos la cara de una mujer joven que apretaba con una mano un lío de ropa sobre su pecho, y con la otra acariciaba la cara de un niño de unos cinco años que se despertaba lloriqueando en su regazo. Sonrió; enderezándose me tendió el paquete que portaba para poder saltar a tierra y una vez en ella, juntando las manos en actitud de súplica susurró mirando mis brazos rígidos, casi formando un ángulo recto con el cuerpo, y señalando el fardo que yo sostenía dijo: — Tú cuidar, Maila venir a buscar, tú cuidar—, y agarrando a su hijo se perdió en la noche.
¿Qué había ocurrido? Me sentía asustado. El bulto de mis brazos rebullía; era incapaz de reaccionar. Marta, que durante aquella situación demostró madurez y una valentía superior a la mía, se acercó y entreabriendo la ropa gritó: —Un bebé, es un bebé—. Miré con curiosidad, aunque nada sorprendido y un ser del que desconocía el sexo, piel morena y grandes ojos negro, me miraba ¿confiado? Yo, un hombre solo que pasa las vacaciones con su hija de doce años, había accedido a bajar con ella a la playa para disfrutar desde allí la lluvia de estrellas, lágrimas de San Lorenzo, que se anunciaba para aquella noche: —Se puede pedir un deseo a cada estrella que caiga, y se cumplen, ya lo verás —me repetía Marta. ¿Tuvo lugar el fenómeno atmosférico? En cualquier caso nos lo perdimos. Pues bien, yo, repito, la persona menos adecuada, era el depositario de una vida humana a la que me sentía ajeno. Le llevaría al Centro de Salud, al Ayuntamiento, a la Guardia Civil... Marta como siempre adivinó mis pensamientos.
—No papá, tienes que esperar a que venga su madre, ella lo prometió.
_¿Esperar, pero cuanto tiempo?_ pensé.
—No te preocupes, le cuidarán las tías de mi amiga Leticia. Ellas ayudan a los que llegan sin papeles.
_¿Cómo sabía esto mi hija? Resignado a reconocer que ella dirigiría el futuro de aquel bebé, exclamé
—De acuerdo, no perdamos tiempo, llévame hasta ellas.
Alicia
La luna guiaba nuestros pasos y mil sonidos nos acompañaban; unos reconocibles, como el cri-cri de los grillos, otros, imposibles de identificar. De todos modos eran perfectos para ilustrar la aventura de caminar a altas horas de la noche camino de la playa. Con cuidado de no resbalar por la pendiente, —por otra parte tan conocida—, íbamos asentando los pies con cuidado y cuando una piedra empujada sin querer se deslizaba dando trompicones y haciendo un ruido infernal, —eso nos parecía—, la seguíamos con la luz de la linterna hasta que desaparecía en la oscuridad.
Marta, nada más llegar a nuestro destino, se empeñó en buscar entre las rocas cercanas alijos de contrabando abandonados allí para ser recogidos por los enlaces de tierra. Historias sobre operaciones así eran muy corrientes, y tal vez ciertas, en el pueblo que se escondía tres kilómetros tierra adentro. Sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la piedra, en silencio, esperábamos.
Pasó un tiempo en que medio nos adormilados con el sonido del oleaje, cuando escuchamos vocerío, gritos, — ¿sería cierto lo de los piratas?— y entonces vimos siluetas borrosas que caminaban sobre las aguas, desapareciendo para volver a surgir en posición sedente, aisladas o formando grupos; cuerpos fosforescentes sin rostro y algunas manos levantadas como buscando apoyo en el firmamento para conservar la estabilidad. Marta se apretujó a mi cuerpo y creo, no estoy seguro, que la ceñí con el brazo en actitud protectora. Las palabras, si lo que llegaban hasta nuestros oídos lo eran, parecían pedir socorro, o ayuda, no sé. Marta instintivamente se puso de pie y encendiendo la linterna se acercó a la orilla. Unas manos, apenas entrevistas unos segundos, envueltas en la espuma de la marea, se acercaban. —Mira, ahí, me indicó—, y yo también vi entonces la patera que arrastrada por sombras se balanceaba peligrosamente a punto de zozobrar. Sin pensarlo me introduje en el agua y traté de echar una mano a aquel esfuerzo. — ¿Policía?— me preguntó el hombre del anorak verde y moví la cabeza negativamente sonriendo y sudando por el esfuerzo. —Gracias amigo— y puso su mano mojada sobre mi hombro.
En apenas unos minutos la playa quedó vacía de nuevo; las figuras corriendo encorvadas, pegadas casi al suelo, desaparecieron camino de la carretera, supongo. La escena vivida me pareció irreal, fruto de una pesadilla, y cuando todavía perplejo miraba, sin ver, hacia la oscuridad que los había engullido, el llanto de un niño me hizo dar un respingo. Marta, siempre tan decidida, dirigió el haz de luz al fondo de la embarcación y allí descubrimos la cara de una mujer joven que apretaba con una mano un lío de ropa sobre su pecho, y con la otra acariciaba la cara de un niño de unos cinco años que se despertaba lloriqueando en su regazo. Sonrió; enderezándose me tendió el paquete que portaba para poder saltar a tierra y una vez en ella, juntando las manos en actitud de súplica susurró mirando mis brazos rígidos, casi formando un ángulo recto con el cuerpo, y señalando el fardo que yo sostenía dijo: — Tú cuidar, Maila venir a buscar, tú cuidar—, y agarrando a su hijo se perdió en la noche.
¿Qué había ocurrido? Me sentía asustado. El bulto de mis brazos rebullía; era incapaz de reaccionar. Marta, que durante aquella situación demostró madurez y una valentía superior a la mía, se acercó y entreabriendo la ropa gritó: —Un bebé, es un bebé—. Miré con curiosidad, aunque nada sorprendido y un ser del que desconocía el sexo, piel morena y grandes ojos negro, me miraba ¿confiado? Yo, un hombre solo que pasa las vacaciones con su hija de doce años, había accedido a bajar con ella a la playa para disfrutar desde allí la lluvia de estrellas, lágrimas de San Lorenzo, que se anunciaba para aquella noche: —Se puede pedir un deseo a cada estrella que caiga, y se cumplen, ya lo verás —me repetía Marta. ¿Tuvo lugar el fenómeno atmosférico? En cualquier caso nos lo perdimos. Pues bien, yo, repito, la persona menos adecuada, era el depositario de una vida humana a la que me sentía ajeno. Le llevaría al Centro de Salud, al Ayuntamiento, a la Guardia Civil... Marta como siempre adivinó mis pensamientos.
—No papá, tienes que esperar a que venga su madre, ella lo prometió.
_¿Esperar, pero cuanto tiempo?_ pensé.
—No te preocupes, le cuidarán las tías de mi amiga Leticia. Ellas ayudan a los que llegan sin papeles.
_¿Cómo sabía esto mi hija? Resignado a reconocer que ella dirigiría el futuro de aquel bebé, exclamé
—De acuerdo, no perdamos tiempo, llévame hasta ellas.
Alicia
2 comentarios:
Ya te dije, cuando lo leíste en el taller, que me gustó mucho tú relato. Te lo vuelvo a repetir: Alicia me gusta mucho.
Paloma
El relato es excelente, muy bueno!
Saludos!
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