martes, 30 de marzo de 2010

DIÁLOGO INTERNO


DIÁLOGO INTERNO

Cualquier tarde libre entre semana sería un tiempo para disfrutar, la del domingo era distinta. Al atardecer ya olía a lunes y Sara empezaba a perder minutos como un colador, incapaz de retenerlos para hacer algo con ellos.
Cada siete días se repetía el síndrome, con más o menos síntomas e intensidad.
A veces, una mano en su estómago no paraba de remover la papilla en la que se había convertido la comida. Y otras, todas las neuronas se concentraban en su nuca, mientras unas pocas valientes se empeñaban en seguir con el gobierno del cuerpo, pero sus órdenes rebotaban de un hueso a otro y el resultado era que se pasaba toda la tarde mal sentada en el sofá tragando televisión.
Nunca perdía la esperanza de que una manzanilla caliente y cargada de azúcar relajara la mano que le hurgaba por dentro. Por lo menos el calor de la taza servía para calentar las suyas.
Con el primer sorbo creyó ver sus ojos reflejados en el líquido.
-Me siento igual que cuando tenía que ir al colegio.
-¿Tengo qué recordarte, una vez más, que ya no eres una niña?
-Lo sé, pero el lunes me sigue dando miedo.
-¿Quizás encuentras algún parecido entre el profesor de narrativa y sor Asunción? - se preguntó a sí misma con cierta guasa.
La mezcla de imágenes le hizo reír.
-¡Pobrecillo, compararle con aquella individua! Que áspera y amarga era, siempre me pareció un militarote disfrazado.
Bebió de la infusión para quitarse el mal sabor de boca.
-Ya tienes cierta edad para andarte con estas tonterías y sobre todo no tienes motivo.
-Pero, sí estoy de acuerdo contigo, lo que pasa es que son unos sentimientos tan irracionales que se me escapan.
-Anda, vamos a la calle a distraernos.
-Si salimos no podremos seguir hablando en voz alta o nos tomarán por locas.
-¡Bah! Eso sería hace unos años, ahora pensarán que hablamos por el móvil.
Desde el fondo de la taza sus ojos la miraron algo más alegres.
Paloma

lunes, 22 de marzo de 2010

ALMA DE BOLERO (El último Tren)

ALMA DE BOLERO
(El Último Tren)

Entro en la estación vacía de pasajeros; es natural, el reloj indica que falta una hora para que pase el AVE y la gente que lo utiliza no siente la misma impaciencia que yo ni el temor a perderlo y no llegar a la cita.. Esperaré, estoy acostumbrada; lo haré sola, no es ninguna novedad. La taquillera me mira intrigada, tal vez se pregunte cuál es la razón para que tenga que coger este tren.

Súbete a tu último tren, no seas tonta. No pasarán más. Frases como estas las he escuchado de mucha gente en los últimos tiempos. Parecen razonables desde su punto de vista: soltera, casi cuarentona, corrientita físicamente, carente del aspecto decidido de las mujeres de mi edad, no voy a tener muchas más oportunidades de cambiar de estado. El haber conseguido ahora un pretendiente es una suerte enorme. Ni se te ocurra pensar en desairarle, aunque solo sea por tener compañía, me han aconsejado.
Me tienen cierta lástima al verme sola. Les desconcierta el que haya vuelto al pueblo donde nací, donde únicamente me quedan ya parientes en segundo grado. Esta sociedad pequeña, mal pensada, muy atenta a las vidas ajenas, no acaba de digerirlo. Han buscado explicaciones de por qué abandoné mi trabajo en un importante despacho de abogados de la capital, pero como las historias inventadas no se han podido confirmar, poco a poco he pasado a un segundo plano en su interés, que es lo que buscaba.
-¿Qué buscaba realmente?- Me pregunto.
Tú lo sabes. Me escondía. Estaba huyendo de ti, como si esto fuera posible, de una situación que ya no podía soportar.
Ya ves, una relación de doce años y se acaba sin lágrimas, reproches o falsas promesas. Simplemente con un mensaje en el buzón de voz: me voy, trataré de ser feliz sin ti. Adiós. No resultó tan difícil después de todo. Lo doloroso fue no verte, esperarte. Las horas, días, meses en que inconscientemente miraba fijamente el móvil, como si la fuerza de mi deseo fuera capaz de hacerle sonar y escuchar tu voz irónica, cálida, persuasiva, que acabaría con mi destierro.
No es la primera vez que me siento abandonada, perdida, negada. Recuerdo la tarde en que visitando aquella exposición te apartaste de mi lado para saludar a una pareja conocida tuya, y con ella seguiste todo el itinerario fingiendo que estabas solo. Las lágrimas que empañaban mis pupilas me impidieron apreciar los cuadros que tenía delante. Cierro los ojos y revivo íntegramente la escena, incluyendo el ramo de rosas con que pretendiste al día siguiente hacerte perdonar.
Peor fue cuando tu operación y larga convalecencia en la que no pude visitarte, ni siquiera hablar contigo. Cuántas veces colgué el móvil asustada al escuchar la voz que contestaba a mi llamada. Fue la época en que más he sentido el vacío, la soledad.
Yo estaba sola en aquel momento, cuando te acercaste a mí. No creo que tuvieras intención de establecer una liaison dangereux con la joven, quince años menos que tú, que era yo entonces. La casualidad tiene extraños caminos. Se celebraba la para mi primera convención del despacho, donde hacía poco había entrado a trabajar.

En Ibiza nada menos. Los socios como tu, os sentíais obligados a atender a los novatos, ser amables, romper barreras de respeto y temor. Me invitaste a bailar un bolero: Nunca más pude dejar tus brazos.
Yo sabía que estabas casado y eras padre de dos hijos. No me prometiste nada; simplemente aceptabas mi amor regalándome a cambio momentos de intensa felicidad. Contigo descubrí el sexo. Cierto que la amargura de verte preocupado por el reloj, contemplar como te vestías apresuradamente, escuchar las mentiras que contabas a tu familia sobre tus ausencias, borraba a veces el placer recién vivido. No siempre, lo reconozco.
¿Solo sexo? No, a tu lado he aprendido mucho más. Eres una persona muy inteligente y culta. También nos hemos reído mucho juntos, nadie como yo para captar tu ironía y brindarte posibilidades de lucir tu ingenio; nuestra complicidad en muchos terrenos ha sido absoluta. Nos gusta viajar, investigar platos nuevos en la cocina, el impresionismo, las películas americanas de los cuarenta/ cincuenta, las novelas de misterio, el ski acuático, el desierto...
No sé en que momento el compartirte se convirtió para mi en un hecho insufrible. En una herida sangrante. Supongo que con mi juventud se iba también el estado de exaltación al que me sentí transportada durante tantos años, cuando el verte cada mañana me compensaba de tu ausencia en mi noche; el escucharte una palabra cariñosa, del silencio que reinaba en mi vida donde fuera de ti no había nada. Tan acostumbrado estabas a esta entrega sin condiciones que no percibiste los sutiles cambios que se producían en mi ánimo. Hasta que necesité romper, alejarme, quien sabe si con la secreta esperanza de comprobar si era cierto “que la distancia es el olvido”. Y cual sería tu reacción.
La mía ya la conoces. Ha bastado una llamada para que corra a tu encuentro. Sin hacer preguntas. Nos hemos citado en Barcelona, cada uno viajará por separado, como siempre; desde allí a París y el salto a un atolón en el Pacífico. Estoy ardiendo, rememoro el tacto de tus manos recorriendo mi cuerpo, tu voz profunda susurrando palabras que siempre me parecen nuevas, el olor de tu piel, la sabiduría con que despiertas mi cuerpo.
Temo que se pueda leer en mi rostro estos pensamientos, es más, que sin querer pronuncie alguna palabra en voz alta; menos mal que no hay nadie por esta zona.

He intentado olvidarte. Juan, mi nuevo amigo, es un hombre de mi edad, separado, muy atractivo físicamente. No he sentido como cuando te conocí a ti, ese latigazo que como una corriente eléctrica sacude la columna vertebral. Tampoco rechazo. Nuestro acercamiento ha sido como el de los convalecientes que pasean por el jardín de un sanatorio. Nos hemos reconocido en las heridas y tratado de dar consuelo mutuo. Sin buscar futuro a esa relación. No de forma deliberada al menos. Y así continúa; con él he conocido la amistad masculina y me gusta. Nunca la tuve contigo donde mi papel es de persona dependiente, no un igual. Hasta ahora no me había dado cuenta, parece mentira. Es cierto que las comparaciones son odiosas.
No te dije que había vuelto a trabajar porque tampoco te interesó averiguar en que ocupaba el tiempo, ni cuales eran mis sentimientos, ni...¿Qué has hecho tu durante los meses de silencio?. Debías sospechar donde me encontraba. Tal vez, incluso te has visto liberado de una relación que cada día era más comprometida. ¿Y ahora, por qué me has llamado? Quizá tu vanidad no te permitía que se cortara totalmente el cordón que me une a ti. Has levantado el castigo impuesto por la osadía de alejarme, y me concedes disfrutar juntos unas cortas vacaciones para comprobar si continuo siendo la mujer dócil y eternamente enamorada. Luego pretenderás que de nuevo en nuestras vidas se instale la “normalidad” dictada por tus intereses, claro.
No la quiero. Me niego a que el pasado se convierta en eterno presente sin futuro.
Admito que mi comportamiento es absurdo, he corrido hacia ti sin detenerme a pensar. Por costumbre a obedecer. No estando segura de tu amor y lo que es más concluyente, del mío. ¿ Te quiero yo como antes?. Es una pregunta que nunca me había hecho.
El teléfono, dónde está, aquí, ya lo tengo.
-Dime Juan
-...........
-¿Desayunar juntos?
-..........
-No podía dormir y he salido, por eso no me has encontrado en casa
-........
-Si, claro, ya vuelvo. Hasta ahora, gracias
-...........
-Por tu llamada. Luego te cuento.
-................
-¿Tu también tienes que hablar?. Espérame.

Escucho que por el altavoz anuncian la próxima llegada del tren. No subiré a él. Se acabó el ir y venir de mis sueños frustrados.
Eres el pasado, y ya no te pertenezco, lo noto en mi cuerpo, en la ausencia de miedo a no ser digna de ti. Las cadenas se han roto. A partir de ahora, lo percibo con toda claridad, serás tu quien sufra y no solo en tu tremenda vanidad, tampoco podrás olvidarme. Pero ya me da igual. Hay otros caminos que recorrer y ”Solamente una vez amé en la vida” es la letra de un bolero. Nada más.
-Taxi, taxi...

Alicia


lunes, 15 de marzo de 2010

ESTA PARANDO EL VIENTO. Relato.

El cielo estaba de un color gris plomo. La temperatura había perforado el piso de los 0 grados y unas gotas de lluvia helada comenzaban a caer. Lorenzo siguió caminando y se acercó al cordón de la vereda para ver de cerca el paso del tranvía. Por la Bahnhos Strasse, no circulan autos, sólo tranvías, las líneas 7 y 13. Uno que va y otro que viene. Continuamente.
Encendió un cigarrillo, miró su reloj y suspiró profundamente, sintió que el frío le calaba lo huesos. Se detuvo un instante y la miró, ella caminaba delante de él.
Elena acomodó el cuello de su abrigo de piel y se detuvo frente a un escaparate en la esquina de Bahnhos con St. Peter Strasse. Lo observó a través del reflejo del vidrio, luego le preguntó:
-¿Y ahora qué tienes? ¿Por qué suspiras de esa forma?
-Nada. Hace frío…y… es que vamos a llegar tarde.
Elena sin dejar de mirar la vidriera cruzó los brazos y movió la cabeza. La rojiza y larga cabellera se desplazó sobre el hombro izquierdo, algunos mechones taparon la mitad de su cara. Luego de unos instantes dijo sin inmutarse:
-¿Tarde para qué? Deberías dejar de ser esclavo de las agujas del reloj, aunque sea por un par de días.
-Esta bien… Es que va a nevar en cualquier momento. Está parando el viento.
-¿Y?, vinimos a esquiar ¿no? En invierno siempre hace frío y nieva. Y si nieva, es muy difícil que haya viento. Lo que decís no es ninguna novedad.
-Elena… yo… Quisiera hablarte de…
-¿Otra vez con lo mismo? Cuantas veces tengo que decirte que no pasó nada. Son ideas tuyas. Sacátelas de la cabeza de una vez por todas. Para mí el tema está terminado.
-Sólo quiero decirte que…
El ruido de un tranvía que pasaba justo en ese momento, tapó las palabras que salían de la boca de Lorenzo. Dejó de hablar y retrocedió unos pasos hasta el borde de la acera.
-No te escuché. ¿Qué dijiste? -Elena se acercó lentamente al cordón de la vereda donde estaba fumando Lorenzo y le apoyo el dedo índice de la mano derecha sobre los labios-. Silencio. Olvidate. Vos no viste nada, ni escuchaste nada. Porque simplemente nunca pasó nada. Es tu imaginación, que te jugó una muy mala pasada. Como siempre. Tuviste… una ilusión óptica. Te entiendo y te perdono. -dijo mientras miraba los escaparates de los edificios de la vereda de enfrente- ¡Estas tiendas son carísimas.! ¡Y eso que son juguetes!
-Zurich no es barato. -respondió Lorenzo mirando el cielo gris.
-¿Entonces, por qué me trajiste?
-Querías esquiar y aquí estamos. -replicó Lorenzo y comenzó a caminar hacia la esquina de la plaza.
Elena se sacó el pelo de la cara, mientras lo miraba alejarse con la cabeza gacha.
-Voy a preguntar un precio, regreso enseguida.
Lorenzo al escucharla, se dio vueltas y volvió sobre sus pasos.
-Elena… espera. Creo que esto no fue una buena idea.
-¿Por qué? ¿Sabes qué pasa? estás muy ansioso, calmate -dijo Elena frotándose las manos enguantadas-, miras la hora continuamente y estás apurado todo el día. Tranquilo. No es tarde, ni temprano. Estamos de paseo disfrutando de esta calle, llena de bancos, de tiendas de lujo, de tranvías, como si fuera… una segunda luna de miel.
-¡Escuchame! -dijo Lorenzo levantando el tono de voz, mientras la agarraba de la solapa del abrigo de piel-. Estas intentando hacerme pasar por loco. Pero yo te vi acostada con él, desnudos los dos en nuestra cama… Te ví con mis dos ojos… Pu..
Elena lo interrumpió:
-Soltame y no levantes la voz…
Lorenzo la soltó, se dio vueltas y le dio la espalda.
-Vos no viste nada -dijo Elena con total tranquilidad-, porque ese día llegaste borracho y te acostaste en el sillón. Ni siquiera la ropa te sacaste. Yo estaba en la cama, sí, pero sola… ¿No te acordás? Hace memoria. Y que se te quede grabado en esa cabeza, yo estaba sola.
-¿Pero vos crees que yo soy estúpido? –dijo Lorenzo dándose vueltas nuevamente y enfrentándola.
-¿Ese es un problema tuyo, que vas a tener que resolver tu solo? No tengo que creer nada de nadie, ni siquiera de un alcohólico como vos. Y callate de una vez por todas, no me hagas pasar vergüenza en plena calle. ¿O necesitas que te compre una botella de vodka para que te calles?
Lorenzo acuso el golpe, esas palabras lo destrozaron. Sintió impotencia y ganas de salir corriendo por el medio de la calle.
-Esta bien. -se tapo la cara con sus manos- Tenés razón… Vos siempre pusiste las reglas del juego. Me callo. Ganaste otra vez.
-Vinimos a descansar y a pasarla bien. Ya basta de discusiones. Pareces un adolescente malcriado. No paso nada tontito -dijo Elena mientras acariciaba la cara de Lorenzo con su mano enguantada-. Compro algo, una pavada, volvemos al hotel, nos cambiamos y nos vamos a esquiar. Está cayendo agua nieve y ¡está helada! Mirá. Esperame aquí y no te vayas a ningún lado -le dió un beso en la frente a Lorenzo y se dirigió a la tienda.
Lorenzo tiró al piso la colilla del cigarrillo que tenía en su mano derecha y la aplastó con su zapato. Levantó la vista y vio venir el tranvía. El viento se había detenido por completo, ninguna rama seca de los árboles de la plaza se movía, todo estaba en una completa y apacible calma. La idea le cruzó por su cabeza con la velocidad de un rayo. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Lo pensó. Ya estaba cerca, sólo un par de segundos, nada más. Un salto y todo habría terminado. En el momento en que estaba por dar el paso hacia el medio de la calle, sintió nuevamente la voz:
-Cariño, ¿Qué haces tan cerca de las vías? Ven aquí, te compré un regalito. Esto es para ti -dijo Elena, mientras se acercaba a donde estaba Lorenzo y le entregaba un paquete con un gran moño rojo-, un recuerdo de nuestro viaje a Zurich. Creo que es muy parecido a los que te comparaba tu madre. Ábrelo, te va a gustar. –dijo sonriendo.
Lorenzo tomó la caja entre sus manos temblorosas, rompió el moño, el papel y abrió el paquete. Se detuvo un instante a mirar la caja. Elena no paraba de reírse. Lorenzo no paraba de temblar, la miró, abrió la caja y sacó un trencito de juguete, igual al que acababa de pasar por la bulliciosa Bahnhos Strasse.
Omar Magrini.
Arriba, derecha, fotografía de la Bahnhos Strasse con los tranvías.
Abajo, imágenes de Zurich. Suiza.






miércoles, 10 de marzo de 2010

EL FORD DE IBERÁ. Relato.

El ford de Iberá.

Sentado sobre un tronco de espinillo prepara la bebida.
Con la mano izquierda sostiene el mate, en la derecha tiene la yerba que va echando lentamente en el recipiente, después tapa éste con una mano y lo agita para que salga el polvo y sólo quede la yerba, luego añade agua caliente poco a poco, para que se vaya hidratando la yerba seca y amarga. Terminado todo el proceso, mete cuidadosamente la bombilla metálica en el mate, espera unos segundos y sorbe el primer trago, vuelve añadir agua y comienza a pasarlo a los compañeros.
Los hombres forman un círculo alrededor del fuego, van bebiendo despacio, disfrutando del momento, hasta que se acabe el agua caliente de la pava y los estómagos estén satisfechos de líquido. Es un ritual, una ceremonia que realizan todas las mañanas.La última noche ha sido dura, mucho viento, el plástico que cubría la caja del camión se ha volado y han tenido que armar de nuevo la cubierta, para proteger la cama que comparten los cuatro hombres en la caja del precioso Ford de 1960.
El camión, totalmente destartalado, es más una pieza de museo que un transporte en sí, un camión fuerte, duro como ya no existe en el mercado desde hace años. La carrocería es de un color rojizo inconcreto. Ese Ford es un vehículo ideal para meterse por los caminos ripiados de los esteros del Iberá, hasta que el motor aguante, hasta que se consigan piezas de repuesto en el mercado, hasta que se pueda seguir arreglando...Los hombres llegaron allí hace una semana, bajaron sus herramientas, eligieron un lugar para hacer fuego y poder preparar la comida y el mate, acomodaron los colchones en la caja del camión, buscaron agua y vieron que no estaba lejos, se encontraban en un humedal.
Esperaron al dueño de la finca que les explicó lo que tenían que hacer y cuando éste se fue comenzaron a trabajar.Alambre, madera, azadas, clavos, martillos... Hay que cercar la finca, no es fácil, la alambrada tiene que quedar al mismo nivel y el terreno es irregular. Hacen mediciones, cavan hondo para fijar bien los postes que soportarán el peso y esto les llevará un tiempo porque hay mucho terreno que rodear. Luego seguirán con el alambre que tiene que quedar firme. Por último tendrán que preparar los portones, lo más difícil de todo, porque tendrán que abrir y cerrar bien.
De pronto, en medio del trabajo, sin avisar, pasa rápidamente una familia de ñandúes, los hombres se paran, dejan el trabajo por un momento, los cuentan, hay siete crías y dos adultos y durante toda la semana los ñandúes formarán parte de sus vidas. Los animales ya no podrán pasar por medio de la finca, porque la valla se lo impedirá, pero seguirán un camino paralelo.
Los días transcurren entre el mate de la mañana, el trabajo del día, el almuerzo, la cena, la tertulia bajo las estrellas y los animales que ven a su alrededor. Hay muchas aves que no conocen, pero sí saben de carpinchos y ciervos porque durante otra época cazaron para comer en esta misma zona. Eso fue hace años, cuando eran chicos y todavía la zona no era una reserva natural.
El más joven prepara el almuerzo. Sobre un pedazo de tabla trocea varias cebolletas y carne de vacuno y en una cacerola colocada sobre las brasas, lo rehoga. Después añadirá pimienta, sal, harina de maíz y agua. En poco tiempo está preparado el embaipú, una comida rápida, sabrosa que aporta energía. La cena será más placentera: parrillada.Ha pasado una semana y han terminado de cercar la finca, así que desmontan su campamento y junto a las herramientas van colocando los cacharros, la ropa, los colchones... Todo se vuelve a colocar en la caja del Ford.
El dueño de la finca aparece una vez más, desde que están allí todos los días se ha pasado para ver como iba todo, hoy da el visto bueno al trabajo, paga, les da un apretón de manos y se pierde por el camino en su todoterreno.Los hombres se preparan para irse, dos se suben a la cabina del camión y otros dos a la caja.
En Mercedes, su ciudad, uno de los hombres tiene trabajo, los otros tres no. Ahora tendrán que esperar otra oportunidad para poder ganar unos pesos. Mientras tanto el dueño del Ford de 1960, seguirá recomponiendo el camión hasta que el motor aguante, hasta que se consigan piezas de repuesto en el mercado, hasta que se pueda seguir arreglando...

Mireya.
Imágenes de los esteros del Iberá.
esteros de Iberá

clavel del aire en los esteros de Iberá

familia de carpinchos en los esteros de Iberá

amapola de agua en los esteros de Iberá

lunes, 1 de marzo de 2010

EL DENTISTA



EL DENTISTA

Antes iba a un dentista que estaba cerca de casa. A los dos o tres años se trasladó a la calle Velázquez.
Cuando entré por primera vez en la nueva consulta me encontré con cinco recepcionistas, la sala de espera llena de sillones y lámparas de diseño y sentí cierta inquietud. Quizás en la próxima cita que pidiera me advertirían que debía ir vestida de Coco Chanel.
Aquel día iba con mi hija, le había empezado a molestar una muela.
―Tiene picado un premolar. Hay que hacer una endodoncia, ponerle una funda, sellarle las muelas y fluorarle los dientes.
La cara que puse puedo imaginarla por las palabras de la señora dentista.
―No se asuste no le va a doler, le ponemos anestesia.
―Ya, ya… pero… ¿Y a mi bolsillo?
Al pagar me aconsejaron que cuando cambiara el diente no tirara la funda porque era de… no me acuerdo, supongo que de algo valioso.
Ahora miro la caja donde está guardada y creo que olvidé preguntar para que debía hacerlo, si para hacerme un collar o venderla y así recuperar algo del dinero que me soplaron.
Mi hija salió feliz. Perdidamente enamorada del sillón que subía, bajaba y se tumbaba, del tubito al que se pegaba la lengua si la acercabas a él y que hacía un ruido como cuando sorbía por una pajita los últimos restos de un batido, de la lámpara que parecía un platillo volante.
Después de que lo contara entusiasmada varias veces, murmuré.
―Sí, sí es como entrar en la sala de mandos de la Enterprise. No entiendo a esas personas que pagan un dineral por hacer turismo espacial, si en el dentista tienes la misma sensación y te cobra lo mismo.
Me arrodillé frente a ella mirándole a los ojos y le lancé uno de esos consejos que los padres creemos básicos para el futuro de nuestros hijos.
―Hija, recuerda siempre que los dentistas no ven los dientes como tú ni como yo ni como nadie, para ellos son pequeñas cosas blancas con el símbolo del dólar tatuado en cada una ―el portero miró con expresión rara.
Por supuesto no entendió lo que le dije, inmediatamente me preguntó impaciente cuando volveríamos otra vez. La tarjeta de crédito tembló en el bolsillo.
Salí decidida a no pisar más aquel piso de la calle Velázquez.
Ahora voy a uno más modesto y asequible, si esto es posible tratándose de un dentista. El equipo lo componen él y una enfermera, dos personas polivalentes que lo mismo hacen una limpieza o una factura, reciben en la puerta o te empastan una muela. Tiene un sofá como el que tendríamos cualquiera de nosotros, una mesita baja con revistas y poco más porque la sala de espera es muy pequeña. El trato es familiar, les preguntas por su familia, ellos te preguntan por la tuya.
Él se parece a Moe, el dueño de la taberna en Los Simpsons y la verdad es que si te pone anestesia sales de allí con la sensación de llevar la mitad de la cara torcida y el hilillo de baba cayendo por la comisura de la boca, muy parecido a como saldrías después de haber tomado varias cervezas.

© Paloma

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