Cariño mio
Ha muerto entre mis brazos. Quizá todavía le quede un hilo de vida, quizás alguien entendido podría resucitarla, pero para qué ¿para qué siga haciéndome desgraciado?
La mujer de la que me enamoré un día de otoño, me ha hecho la vida imposible desde el principio por no querer cumplir unas sencillas normas de convivencia: no volver a casa nunca después que yo, no coquetear con ningún hombre y que yo supiera siempre donde estaba. ¿Por qué ese empeño en verse con amigas? ¿Por qué esa manía de querer reunirse con su familia? Yo debía bastarle, no le hacía falta nadie más. Yo debía ser su mundo.
Al volver más temprano esta tarde no la encontré en ninguna habitación. No me avisó que pensaba salir, lo ha vuelto a hacer a escondidas como otras veces para provocarme, para echarme un pulso, ¿todavía no se ha dado cuenta de que siempre gano yo?
―¿De dónde vienes? ―le pregunto nada más abrir la puerta de la calle.
Tiene la osadía de apartarme de un manotazo para que la deje pasar.
―¿Cómo te atreves a tratarme así? ¿no te das cuenta de que estoy preocupado por si te ha pasado algo?
No me contesta.
―No me vas a dejar otra salida que quitarte las llaves y cerrar cuando me vaya. Es la última vez que te consiento esto.
Sigue sin contestarme.
―¿Me entiendes? ―le grito a pocos centímetros de su cara.
―Tienes razón es la última vez. Me voy
―¿Cómo qué te vas? A dónde vas a ir si eres una mierda, sin mí no eres nada.
Siempre que le digo esto la hago reflexionar y entra en razón. Esta vez parece diferente mete ropa en una bolsa deprisa sin hacerme caso. Creo que me cuenta algo sobre un abogado.
Podría haber cogido la pistola y pegarle un tiro o dos o tres pero habría sido una muerte demasiado aséptica daría la impresión de que no quería tocarla como si no la quisiera, como si no me importara. Son mis manos las que tenían que matarla, tomar contacto con su cuerpo. Su cuello me invita a cogerlo. Yo en realidad no quiero es ella la que lo lleva desnudo, provocativo.
Al principio es blando después encuentro más resistencia. Noto en las manos la vibración del aire que se escapan con gran esfuerzo por su garganta. Se agarra a mis antebrazos con los tan dedos crispados que me está clavando las uñas. No sé de dónde saco la fuerza pero la hago arrodillarse y en esa posición aún puedo hacer más y evito que pueda darme un rodillazo en los huevos, hoy la creo capaz de todo, ha enloquecido.
Su vida se escapa entre mis dedos como húmedas lombrices que traen olor a tierra mojada, a tierra recién cavada. Mientras le voy diciendo:
―Cariño, a mí esto me duele más que a ti. Desde que estamos juntos no he tenido más remedio que enseñarte la forma de vida correcta, has tenido la desgracia de tener unos padres que no te han educado ―y sigue luchando. En las películas la gente no tarda tanto en morir, hasta el último momento quiere hacerme la puñeta.
Después se va quedando lacia igual que un trapo.
―¿Y ahora qué voy a hacer sin ti? Debías haber pensado en eso, en cómo voy a seguir viviendo solo.
El cañón está frío. Sabe a metal. Me impide tragar saliva y un hilo de baba me cae por la comisura derecha. Bajo el dedo poco a poco, el gatillo ofrece alguna resistencia, sigo presionándole con el dedo y recuerdo las palabras del cura: “Hasta que la muerte os separe, hasta que la muerte os separe”.
Paloma ©
La mujer de la que me enamoré un día de otoño, me ha hecho la vida imposible desde el principio por no querer cumplir unas sencillas normas de convivencia: no volver a casa nunca después que yo, no coquetear con ningún hombre y que yo supiera siempre donde estaba. ¿Por qué ese empeño en verse con amigas? ¿Por qué esa manía de querer reunirse con su familia? Yo debía bastarle, no le hacía falta nadie más. Yo debía ser su mundo.
Al volver más temprano esta tarde no la encontré en ninguna habitación. No me avisó que pensaba salir, lo ha vuelto a hacer a escondidas como otras veces para provocarme, para echarme un pulso, ¿todavía no se ha dado cuenta de que siempre gano yo?
―¿De dónde vienes? ―le pregunto nada más abrir la puerta de la calle.
Tiene la osadía de apartarme de un manotazo para que la deje pasar.
―¿Cómo te atreves a tratarme así? ¿no te das cuenta de que estoy preocupado por si te ha pasado algo?
No me contesta.
―No me vas a dejar otra salida que quitarte las llaves y cerrar cuando me vaya. Es la última vez que te consiento esto.
Sigue sin contestarme.
―¿Me entiendes? ―le grito a pocos centímetros de su cara.
―Tienes razón es la última vez. Me voy
―¿Cómo qué te vas? A dónde vas a ir si eres una mierda, sin mí no eres nada.
Siempre que le digo esto la hago reflexionar y entra en razón. Esta vez parece diferente mete ropa en una bolsa deprisa sin hacerme caso. Creo que me cuenta algo sobre un abogado.
Podría haber cogido la pistola y pegarle un tiro o dos o tres pero habría sido una muerte demasiado aséptica daría la impresión de que no quería tocarla como si no la quisiera, como si no me importara. Son mis manos las que tenían que matarla, tomar contacto con su cuerpo. Su cuello me invita a cogerlo. Yo en realidad no quiero es ella la que lo lleva desnudo, provocativo.
Al principio es blando después encuentro más resistencia. Noto en las manos la vibración del aire que se escapan con gran esfuerzo por su garganta. Se agarra a mis antebrazos con los tan dedos crispados que me está clavando las uñas. No sé de dónde saco la fuerza pero la hago arrodillarse y en esa posición aún puedo hacer más y evito que pueda darme un rodillazo en los huevos, hoy la creo capaz de todo, ha enloquecido.
Su vida se escapa entre mis dedos como húmedas lombrices que traen olor a tierra mojada, a tierra recién cavada. Mientras le voy diciendo:
―Cariño, a mí esto me duele más que a ti. Desde que estamos juntos no he tenido más remedio que enseñarte la forma de vida correcta, has tenido la desgracia de tener unos padres que no te han educado ―y sigue luchando. En las películas la gente no tarda tanto en morir, hasta el último momento quiere hacerme la puñeta.
Después se va quedando lacia igual que un trapo.
―¿Y ahora qué voy a hacer sin ti? Debías haber pensado en eso, en cómo voy a seguir viviendo solo.
El cañón está frío. Sabe a metal. Me impide tragar saliva y un hilo de baba me cae por la comisura derecha. Bajo el dedo poco a poco, el gatillo ofrece alguna resistencia, sigo presionándole con el dedo y recuerdo las palabras del cura: “Hasta que la muerte os separe, hasta que la muerte os separe”.
Paloma ©
2 comentarios:
Se me han puesto los pelos de punta.Sobrecogedor relato,que tiene mucho de penosa realidad.
Un abrazo
Tú comentario es un piropo, que se te hayan puesto los pelos de punta es señal de que he logrado provocar emoción al que está al otro lado de la página, muchas gracias por él, Muli.
Paloma
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