lunes, 26 de abril de 2010

BARCELONA


BARCELONA

Maldijo la lluvia que caía sobre la ciudad desde hacía más de un mes. Si no lloviera podría estar con su nieto en el jardín que había justo debajo de la casa; él jugaría con algún niño y ella tomaría el sol en un banco.
Mientras estaba con estos pensamientos, sintió ganas de ir al baño, y la duda de cuánto tardaría en ir hacer pis. Aunque no era especialmente inquieto, no le gustaba perderlo de vista durante mucho tiempo, en este caso solo podía tratarse de.... ¿Un minuto.... un poco más, un poco menos?
Recordó que en cierta ocasión había oído, que se tardaban unos diez ó quince segundos en cantar el cumpleaños feliz, y optó por esta medida a falta de otra más a mano. Lo vio muy entretenido, y decidió no decir nada para no ponerle sobre aviso.
Cumpleaños feliz...; deprisa enfiló el pasillo. Si su hija conseguía el trabajo, tendrían que organizarse para las vacaciones de verano, no habría más remedio que ayudarles.
Cumpleaños feliz...; que gusto da hacer pis cuando tienes ganas de verdad. Urbana pensó que era casi un placer.
Cumpleaños feliz...; se subió las bragas, se bajó la falda y al coger el picaporte lo notó pegajoso; le quedó muy clara una de las cosas que tendría que limpiar al día siguiente.
Nada más salir, observó que Miguel no estaba donde lo había dejado.
-¿Miguel, donde estás, qué haces? -preguntaba mientras iba hacia la habitación.
Al entrar, vio la ventana abierta con descaro y una silla a los pies. Una fila de ratones recorrió su columna arañándole con las uñas, al mismo tiempo que notaba todas las venas de su cuerpo latir con fuerza, y empezó a boquear como un pez.
Recorrió, enloquecida, todas las habitaciones de la casa, algunas hasta dos veces. Miro en los armarios, con la esperanza de que estuviera escondido en alguno. Al final, no tuvo más remedio que hacer lo que más temía, mirar por la ventana.
Hubiera querido gritar como un animal, pero nada salió de su garganta. En ese momento Barcelona entera desapareció, pues solo existía, un pedazo de tierra allí abajo y el pensamiento de que tenía que llegar a él lo antes posible. La carga de adrenalina que llevaba dentro no le permitió esperar al ascensor ni unos segundos, así que bajó las escaleras a una velocidad impensable con su artrosis, mientras obsesivamente se repetía que aquello no podía estar pasando. Al llegar, todo flotó a su alrededor con sensación de irrealidad, la rodearon personas que movían brazos y bocas, pero ella no podía oírlos, así como tampoco oyó a la ambulancia, ni a la policía cuando llegaron.
Tendría que pasar un tiempo hasta que saliera de esa locura y pudiera enterarse de que a su nieto le había salvado la vida el barro, y de que, aunque algunas secuelas fuesen irreparables, otras podrían recuperarse con esfuerzo y dejando actuar al tiempo.
Paloma ©

lunes, 19 de abril de 2010

ROSAS EN EL MAR. Relato

ROSAS EN EL MAR .

-Jo, qué suerte.
Eso le dijeron sus amigos cuando se enteraron.
Javi había conseguido un trabajo para las vacaciones de verano. Al año próximo quería una bicicleta de montaña como regalo de Primera Comunión, pero su madre se resistía:
-Es mucho dinero, hijo. Habrá que colaborar.
Su tío y padrino se brindó a ayudarle. Maestro albañil venido a más, construía los chalets que los hijos de emigrantes de otras épocas se hacían ahora en el pueblo.
El trato con su sobrino estaba claro.
-Bueno majo. Yo te daré un euro al día y tu traerás agua fresca para mí en el botijo.
Para él solo, los demás a beber de la manguera.
Muchas tardes Javi cobraba de más. Era cuando el tío se sacaba un puñado de monedas del bolsillo y se las daba sin contarlas. Otras veces en cambio, nada.
-Te lo debo, chaval.
Era en estas ocasiones cuando el padre de Javi al enterarse, comentaba invariablemente:
-Que miserable, pero que miserable es el Rosas.
El Rosas era el apodo con que conocían al albañil. Hace años vio por la tele a una artista rotunda de cuerpo y gesto, y se quedó agarrado a ella y su canción en la que repetía una y otra vez: “Es más fácil encontrar rosas en el mar”. Ese estribillo lo trasladó a la vida cotidiana, y tan machaconamente insistía en repetirlo ante cualquier situación, que al final se quedó con el mote de “el Rosas”. A él le gustaba.
Una forma de recordarla.
Javi le escuchó muchas veces repetir esas mismas palabras “es más fácil encontrar rosas en el mar” mientras permanecía como guardián del botijo. Esperando el momento en que le mandase ir a la fuente, procuraba entretenerse tirando piedras, haciendo castillos con la arena de la obra, montando en el camión, pero todo molestaba a su tío.
-Tu quietecito. Si te aburres a pensar en las musarañas.
Menos mal que el chico tenía imaginación y las musarañas le resultaron divertidas; igual se veía pescando cangrejos en el río, que subido en la copa del nogal, o ganando al parchís a sus amigos.
Un mediodía de intenso calor, el Rosas le dijo:
-Eh tu, chaval. Vete a la Peña del Loro que saca el agua más fresca, está un poco lejos, pero no tardes.
Javi cogió el botijo y se encaminó hacia el otero que se divisaba cerca del molino. Un camino que le pareció muy largo.
En una cueva poco profunda, a los pies de la peña, manaba a borbotones agua transparente y dicharachera.
Muy fría.
Se mojó las manos, los pies, el pelo, bebió con la cara metida en la poza y cuando ya salía con el botijo lleno, que pesaba una barbaridad, vio aparecer detrás de la montaña un avión que volaba muy bajo dejando una estela de humo blanco.
Le siguió con los ojos atontado y sorprendido.
-Corre, corre, ven.
Eran amigos suyos que estaban por allí cogiendo nidos y ya se dirigían a la pradera atraídos por la sorpresa de la avioneta. Se unió a ellos y como el botijo le molestaba, lo escondió entre unos juncos para tener mayor libertad de acción.
El sol caía de plano.
Los chiquillos instintivamente se apiñaron en el centro del gran espacio abierto y empezaron a saltar con los brazos en alto para atraer la atención del aviador cuya cabeza se divisaba a través de la carlinga, tan bajo volaba.
A uno se le ocurrió que se quitaran las camisetas para agarrados a ellas poder hacer un corro más grande.
En el cielo apareció un círculo.
Formaron una estrella, un caracol, un rombo, un cuadrado, una flor. Todas las figuras se duplicaban sobre el fondo azul.
Fue el delirio.
Cuando agotados ya no se les ocurría nada que dibujar, la avioneta realizó por su cuenta una espiral vertical, rodeó la colina y le puso un gran lazo, silueteó una casita, árboles, un perro.
Y otro vuelo rasante.
Todos a la hierba y al levantarse riendo, alborotados, empujándose, con arañazos, un chorro de vapor les tiraba otra vez cuerpo a tierra.
Qué jolgorio. Nunca, nunca se lo habían pasado tan bien.
Desapareció de su vista.
Elevaban las manos como en un ruego, temerosos de que el sueño se desvaneciera y en ese momento, no sabían cómo, la avioneta surgió encima de sus cabezas, abrió la panza como los platillos volantes en los dibujos animados, y descargó sobre el grupo una cascada de agua que los rayos del sol convirtieron en nube de confeti.
Revoltijo, gritos, miedo fingido, choques, risas, emoción.
Felices y empapados abrieron los ojos y la vieron perderse en el horizonte. Aún mantuvieron unos minutos la esperanza, pero sabían que el juego había terminado.
De vuelta al pueblo, muy excitados, contándose todos a la vez y a gritos su experiencia, Javi recogió el botijo y deprisa, deprisa se dirigió a la obra.

-Por tardar tanto hoy te quedas sin paga, sinvergüenza- Y le arreó un fuerte pescozón.
No se atrevía a llorar, pero le escocía mucho.
El Rosas cogió entonces el botijo y sediento, bebió un largo trago a pulso. El niño abrió la boca más que los ojos:
El agua que tragaba era negra. Una cinta oscura que salía del pitorro y se perdía en la profundidad de la garganta.
Ni lo notó.
Javi olvidó el dolor del coscorrón. ¡ Su tío se había tragado un hormiguero entero, que ahora estaba en su tripa¡ ¿Le harían cosquillas?.¿ Saldrían por la boca al hablar?. ¡Tal vez se asomaran por la nariz y los oídos¡
Miraba fascinado. Era como si las maravillas de la mañana no hubiesen terminado todavía.
-Se te ha quedado cara de tonto, o qué. Anda a comer. Te quiero aquí a las cinco en punto.
El niño recogió su mochila y a la pata coja, derecha, izquierda, derecha, comenzó a bajar la cuesta hasta su casa. Como en volandas.
Se sentía protagonista de una historia mucho más bonita que un cuento, un relato de su abuelo, un tebeo, una película, cualquiera de sus fantasías. Pensaba en cómo las maravillas eran posibles. Recordando todo lo que había pasado, imaginaba lo que hubiese dicho su padrino si se llega a enterar:
-¿ Que tu has visto en este pueblo un avión haciendo dibujos en el cielo?. Quita, quita. Es más fácil encontrar...
-Pues sí, tío. Para que lo sepas, hay rosas en el mar, hay rosas en el mar. Yo las he visto.
Riendo a carcajadas, Javi entró en el portal.

Alicia

lunes, 12 de abril de 2010

LA VECINA DE CLARA. Relato

Almudena, la vecina de Clara, salía todos los días a pasear por el barrio con su perro galgo afgano color canela. Ella y su perro vivían en un departamento de dos ambientes en el 5to. Piso B de un bonito edificio a pocas cuadras de la plaza de los Pinos. Clara con su familia vivía en el mismo edificio pero en el 5to. A.
Las vecinas siempre se encontraban en el palier, en el ascensor, en la puerta de entrada o en la calle y se saludaban amablemente.
Almudena sacaba a pasear a Bombón, tal el nombre del galgo, tres veces al día; a la mañana, a la siesta y a la noche, todos los días.
La conversación entre ambas nunca superó el, “¡qué bonito está el perrito hoy!, ¿está bañado y peinado? ¡Se lo ve tan majo!”, “¿no muerde?” “¿lloverá?”, ¿el perrito no tiene calor con ese pelo tan largo?” y cosas por el estilo, o sea, conversaciones cotidianas y normales para vecinas que compartían el mismo palier.
Había un solo lugar al que Almudena no iba con Bombón; a la misa de los domingos en la iglesia frente a la plaza. De ese detalle se había percatado Clara, que estudiaba los movimientos de su vecina, porque para Clara la vida de Almudena era un verdadero enigma; no tenía familia, ni amigas, ni parientes y nadie venia a visitarla. Nada. En fin, “pobre chica, que sola está” solía decir.
Hasta que un día, sintió la sirena de una ambulancia. Se asomó por la ventana y vio que estaba estacionada en la calle, frente al edificio. Se metió para adentro, cerró el vidrio y corrió la cortina. “¿Qué habrá pasado?” pensó. Inmediatamente, sintió que la puerta del ascensor se abría en el palier, se asomó a ver por la mirilla y vio al personal de la ambulancia con una camilla plegable y a un cerrajero que intentaba abrir la puerta con una caja de herramientas. Su corazón dio un brinco.
Clara se persignó, pero no dejó de mirar por la mirilla, un sudor frío le corría por la espalda y le temblaban las piernas, pero por nada del mundo se movería de su lugar.
El cerrajero abrió y todo el equipo de paramédicos ingresó al departamento.
Al cabo de unos minutos, que parecieron horas, Clara presenció espantada, como sacaban en una camilla tapada con una sábana, lo que parecían dos cuerpos, uno arriba de otro. No entendía muy bien lo que estaba ocurriendo y la curiosidad pudo más; abrió la puerta de un golpe para ver que llevaban en esa camilla y en ese preciso momento, por culpa de la corriente de aire, la sábana se cayó al piso dejando al descubierto lo que sus ojos hubieran preferido no ver jamás. Almudena estaba tendida de espaldas en al camilla y su Bombón arriba de ella. Sí, la había penetrado y se había enganchado. El pobre perro hacía fuerza para afuera, pero no podía salir.
Clara sintió en sus entrañas una convulsión tan fuerte, que creyó que iba a vomitar; vio la cara de su vecina, la de bombón que jadeaba y babeaba, la de los paramédicos y todo comenzó a darle vueltas. Sin decir una palabra se metió dentro de su departamento, cerró la puerta de un golpe y no volvió a salir por el resto del día.
A la semana siguiente, Almudena levantó todos sus muebles, su Bombón y se fue. Nadie supo donde.
Clara es el día de hoy que no sabe qué decir, ni contestar, y siente un revoloteo en sus tripas, cuando le preguntan si sabe algo de su vecina, esa joven maja y guapa que paseaba su Bombón por el barrio. “Capaz que se lo comió” le dijo un día a otro vecino y no pudo evitar largarse una carcajada.

Esta es una historia verídica, me la contó una amiga en una reunión hace un tiempo atrás. Los nombres son ficticios, pero el hecho ocurrió, hace unos meses, en un edificio de un barrio de la zona norte de Madrid.

Omar Magrini.

domingo, 4 de abril de 2010

relato: LOS AMANTES DEL JARDÍN

Tokio, jardín Shinjuku en primavera


Tokio, jardín Rikuen en otoño

Tokio, jardín Rikuen en otoño



Los amantes del jardín

Si quieres ser feliz un día, emborráchate.
Si quieres ser feliz una semana, cásate.
Si quieres ser feliz una eternidad, planta un jardín.

Tenía los planos del jardín en la mesa de trabajo, llevaba toda la tarde sobre ellos, pero no avanzaba. Sabía que tenía que seguir porqué, esa noche había invitado a cenar a Imanol. Quería enseñarle aquellos apuntes y ver si era lo que él estaba buscando. Pero estaba cansada, sobre todo cabreada por no saber encontrar una solución final.
Hizo unos estiramientos y se fue a la cocina a por una cerveza, una Voll-Damm, pensó que le vendría bien para descansar un poco e intentar ordenar ideas. Volvió a la mesa con la botella en la mano, no le gustaba beber la cerveza en vaso, siempre la bebía de la propia botella. Alguien, en algún sitio, hace mucho tiempo, le había dicho que al no verter la cerveza en un vaso de cristal, se perdía el placer de disfrutar del color del líquido y ella sabía que era verdad. Pero para ella, era más importante el tacto de la mano con la botella y el contacto de los labios con ésta que el color del líquido, además le gustaba la estética de las botellas de cerveza, eran todo un universo de formas donde uno podía perderse, como en los laberintos.
Imanol quería un laberinto en su jardín, pero también un bosquecillo de bambú, un estanque con peces, árboles, flores... Eran demasiadas cosas para un espacio de trescientos metros cuadrados. Se lo había dicho una y otra vez, tantas cosas en un espacio tan pequeño van a quedar como pegotes, hay que renunciar a algo, no se puede mezclar tantos conceptos de jardines en un espacio de estas dimensiones. Pero él le había contado una historia sobre un filósofo chino que, había creado un jardín, en una pequeña superficie de cincuenta centímetros cuadrados.
Cuando se lo contó, se rió, pero Imanol no se contagió de su risa y volvió a hablar sobre el filósofo chino y su jardín. Contó que aquel hombre estuvo casi la mitad de su vida trabajando sobre el proyecto y que al final había conseguido tener árboles, estanques, ríos, montañas, personas trabajando, todo dentro de su jardín de cincuenta centímetros cuadrados. Entonces ella le dijo que no era filósofa, ni que se iba a pasar media vida creando un jardín para él. Ella era una simple diseñadora de jardines y una jardinera, nada más. Pero Imanol insistió, le dijo que había comprado esa tierra para que ella y solamente ella, construyera el jardín que él había soñado tantas veces.
Aquel jardín era una constante en sus sueños, se había convertido un poco en pesadilla, necesitaba verlo, estar en él, para saber con certeza por qué siempre estaba presente en su mente. Se sintió un poco coaccionada, cedió y se comprometió a diseñar y a plantar el jardín.
Pero ahora, con aquellos bocetos tan dudosos, sin las ideas nada claras, con la tercera cerveza en la mano y esperando a que Imanol tocase el timbre en cualquier momento, se sintió totalmente desgraciada.
Imanol llegó con el frío de la noche, una noche de invierno de luna llena, abrió una botella de vino de no se donde, que era lo mejor que se podía beber según él y quiso ver enseguida los dibujos del jardín. Ella se sintió avergonzada y empezó a hablar de lo difícil que estaba resultando diseñarlo. Pero Imanol ya estaba mirando los planos que estaban en la mesa de trabajo y entonces ella le oyó decir que era perfecto, que eso es lo que él quería. No podía creer lo que oía, se acercó a la mesa, Imanol la rodeó con su brazo endurecido en las cientos de escaladas que había hecho, la miró y la besó profundamente en los labios.
¿Sabes?, le dijo, el filósofo chino consiguió crear su inmenso jardín en un pequeño espacio porque, a lo largo de su vida había aprendido a controlar el tiempo. Podía parar el tiempo, volver al principio, a lo esencial, a lo mínimo y así obtener lo máximo.
Entonces, en aquel momento, el tiempo se detuvo, se liberaron de sus ropas, de sus prejuicios y desnudos sobre las frías baldosas de la casa, se besaron, se acariciaron, se unieron con un deseo desconocido hasta entonces, regalando al mundo la energía de la vida, volviendo al principio, a lo esencial, a lo mínimo.
Lo esencial es invisible, dijo él, pero está ahí y cuando lo encuentras puedes paralizar el tiempo, hacerlo más denso, más pesado, con mayor duración.
Los amantes se siguieron amando y ella, con sus manos y con su mente, levantó el jardín que él había soñado.

Mireya

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