Tokio, jardín Shinjuku en primavera
Tokio, jardín Rikuen en otoño
Tokio, jardín Rikuen en otoño
Los amantes del jardín
Si quieres ser feliz un día, emborráchate.
Si quieres ser feliz una semana, cásate.
Si quieres ser feliz una eternidad, planta un jardín.
Tenía los planos del jardín en la mesa de trabajo, llevaba toda la tarde sobre ellos, pero no avanzaba. Sabía que tenía que seguir porqué, esa noche había invitado a cenar a Imanol. Quería enseñarle aquellos apuntes y ver si era lo que él estaba buscando. Pero estaba cansada, sobre todo cabreada por no saber encontrar una solución final.
Hizo unos estiramientos y se fue a la cocina a por una cerveza, una Voll-Damm, pensó que le vendría bien para descansar un poco e intentar ordenar ideas. Volvió a la mesa con la botella en la mano, no le gustaba beber la cerveza en vaso, siempre la bebía de la propia botella. Alguien, en algún sitio, hace mucho tiempo, le había dicho que al no verter la cerveza en un vaso de cristal, se perdía el placer de disfrutar del color del líquido y ella sabía que era verdad. Pero para ella, era más importante el tacto de la mano con la botella y el contacto de los labios con ésta que el color del líquido, además le gustaba la estética de las botellas de cerveza, eran todo un universo de formas donde uno podía perderse, como en los laberintos.
Imanol quería un laberinto en su jardín, pero también un bosquecillo de bambú, un estanque con peces, árboles, flores... Eran demasiadas cosas para un espacio de trescientos metros cuadrados. Se lo había dicho una y otra vez, tantas cosas en un espacio tan pequeño van a quedar como pegotes, hay que renunciar a algo, no se puede mezclar tantos conceptos de jardines en un espacio de estas dimensiones. Pero él le había contado una historia sobre un filósofo chino que, había creado un jardín, en una pequeña superficie de cincuenta centímetros cuadrados.
Cuando se lo contó, se rió, pero Imanol no se contagió de su risa y volvió a hablar sobre el filósofo chino y su jardín. Contó que aquel hombre estuvo casi la mitad de su vida trabajando sobre el proyecto y que al final había conseguido tener árboles, estanques, ríos, montañas, personas trabajando, todo dentro de su jardín de cincuenta centímetros cuadrados. Entonces ella le dijo que no era filósofa, ni que se iba a pasar media vida creando un jardín para él. Ella era una simple diseñadora de jardines y una jardinera, nada más. Pero Imanol insistió, le dijo que había comprado esa tierra para que ella y solamente ella, construyera el jardín que él había soñado tantas veces.
Aquel jardín era una constante en sus sueños, se había convertido un poco en pesadilla, necesitaba verlo, estar en él, para saber con certeza por qué siempre estaba presente en su mente. Se sintió un poco coaccionada, cedió y se comprometió a diseñar y a plantar el jardín.
Pero ahora, con aquellos bocetos tan dudosos, sin las ideas nada claras, con la tercera cerveza en la mano y esperando a que Imanol tocase el timbre en cualquier momento, se sintió totalmente desgraciada.
Imanol llegó con el frío de la noche, una noche de invierno de luna llena, abrió una botella de vino de no se donde, que era lo mejor que se podía beber según él y quiso ver enseguida los dibujos del jardín. Ella se sintió avergonzada y empezó a hablar de lo difícil que estaba resultando diseñarlo. Pero Imanol ya estaba mirando los planos que estaban en la mesa de trabajo y entonces ella le oyó decir que era perfecto, que eso es lo que él quería. No podía creer lo que oía, se acercó a la mesa, Imanol la rodeó con su brazo endurecido en las cientos de escaladas que había hecho, la miró y la besó profundamente en los labios.
¿Sabes?, le dijo, el filósofo chino consiguió crear su inmenso jardín en un pequeño espacio porque, a lo largo de su vida había aprendido a controlar el tiempo. Podía parar el tiempo, volver al principio, a lo esencial, a lo mínimo y así obtener lo máximo.
Entonces, en aquel momento, el tiempo se detuvo, se liberaron de sus ropas, de sus prejuicios y desnudos sobre las frías baldosas de la casa, se besaron, se acariciaron, se unieron con un deseo desconocido hasta entonces, regalando al mundo la energía de la vida, volviendo al principio, a lo esencial, a lo mínimo.
Lo esencial es invisible, dijo él, pero está ahí y cuando lo encuentras puedes paralizar el tiempo, hacerlo más denso, más pesado, con mayor duración.
Los amantes se siguieron amando y ella, con sus manos y con su mente, levantó el jardín que él había soñado.
Si quieres ser feliz un día, emborráchate.
Si quieres ser feliz una semana, cásate.
Si quieres ser feliz una eternidad, planta un jardín.
Tenía los planos del jardín en la mesa de trabajo, llevaba toda la tarde sobre ellos, pero no avanzaba. Sabía que tenía que seguir porqué, esa noche había invitado a cenar a Imanol. Quería enseñarle aquellos apuntes y ver si era lo que él estaba buscando. Pero estaba cansada, sobre todo cabreada por no saber encontrar una solución final.
Hizo unos estiramientos y se fue a la cocina a por una cerveza, una Voll-Damm, pensó que le vendría bien para descansar un poco e intentar ordenar ideas. Volvió a la mesa con la botella en la mano, no le gustaba beber la cerveza en vaso, siempre la bebía de la propia botella. Alguien, en algún sitio, hace mucho tiempo, le había dicho que al no verter la cerveza en un vaso de cristal, se perdía el placer de disfrutar del color del líquido y ella sabía que era verdad. Pero para ella, era más importante el tacto de la mano con la botella y el contacto de los labios con ésta que el color del líquido, además le gustaba la estética de las botellas de cerveza, eran todo un universo de formas donde uno podía perderse, como en los laberintos.
Imanol quería un laberinto en su jardín, pero también un bosquecillo de bambú, un estanque con peces, árboles, flores... Eran demasiadas cosas para un espacio de trescientos metros cuadrados. Se lo había dicho una y otra vez, tantas cosas en un espacio tan pequeño van a quedar como pegotes, hay que renunciar a algo, no se puede mezclar tantos conceptos de jardines en un espacio de estas dimensiones. Pero él le había contado una historia sobre un filósofo chino que, había creado un jardín, en una pequeña superficie de cincuenta centímetros cuadrados.
Cuando se lo contó, se rió, pero Imanol no se contagió de su risa y volvió a hablar sobre el filósofo chino y su jardín. Contó que aquel hombre estuvo casi la mitad de su vida trabajando sobre el proyecto y que al final había conseguido tener árboles, estanques, ríos, montañas, personas trabajando, todo dentro de su jardín de cincuenta centímetros cuadrados. Entonces ella le dijo que no era filósofa, ni que se iba a pasar media vida creando un jardín para él. Ella era una simple diseñadora de jardines y una jardinera, nada más. Pero Imanol insistió, le dijo que había comprado esa tierra para que ella y solamente ella, construyera el jardín que él había soñado tantas veces.
Aquel jardín era una constante en sus sueños, se había convertido un poco en pesadilla, necesitaba verlo, estar en él, para saber con certeza por qué siempre estaba presente en su mente. Se sintió un poco coaccionada, cedió y se comprometió a diseñar y a plantar el jardín.
Pero ahora, con aquellos bocetos tan dudosos, sin las ideas nada claras, con la tercera cerveza en la mano y esperando a que Imanol tocase el timbre en cualquier momento, se sintió totalmente desgraciada.
Imanol llegó con el frío de la noche, una noche de invierno de luna llena, abrió una botella de vino de no se donde, que era lo mejor que se podía beber según él y quiso ver enseguida los dibujos del jardín. Ella se sintió avergonzada y empezó a hablar de lo difícil que estaba resultando diseñarlo. Pero Imanol ya estaba mirando los planos que estaban en la mesa de trabajo y entonces ella le oyó decir que era perfecto, que eso es lo que él quería. No podía creer lo que oía, se acercó a la mesa, Imanol la rodeó con su brazo endurecido en las cientos de escaladas que había hecho, la miró y la besó profundamente en los labios.
¿Sabes?, le dijo, el filósofo chino consiguió crear su inmenso jardín en un pequeño espacio porque, a lo largo de su vida había aprendido a controlar el tiempo. Podía parar el tiempo, volver al principio, a lo esencial, a lo mínimo y así obtener lo máximo.
Entonces, en aquel momento, el tiempo se detuvo, se liberaron de sus ropas, de sus prejuicios y desnudos sobre las frías baldosas de la casa, se besaron, se acariciaron, se unieron con un deseo desconocido hasta entonces, regalando al mundo la energía de la vida, volviendo al principio, a lo esencial, a lo mínimo.
Lo esencial es invisible, dijo él, pero está ahí y cuando lo encuentras puedes paralizar el tiempo, hacerlo más denso, más pesado, con mayor duración.
Los amantes se siguieron amando y ella, con sus manos y con su mente, levantó el jardín que él había soñado.
Mireya
1 comentario:
Que bonito!
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