Navarra, enero de 1998.
Martina:
El padre Duilio me sugirió que te escribiera y
plasmara en un papel todo lo no pudimos hablar en su momento. Dice que debo
sincerarme contigo de una vez por todas, que así me voy a sentir más aliviada. No
creo en sus palabras, pero voy a intentarlo. Ya no tengo nada que perder, mi
alma está tan oscura como las manchas que cubren mi castigada piel.
A dieciocho años de la tragedia que enlutó
nuestras vidas, me encuentro sola y llena de cables en una cama de hospital.
Los fuertes dolores me obligan a quedarme acostada todo el día y ya casi no
tengo fuerzas ni para escribir. La degradación de la carne debería venir
acompañada por la degradación mental. Creo que sólo de esa forma podría evitar pensamientos y sufrimientos
innecesarios, pero en mi caso no lo es. Estoy lúcida todo el tiempo y eso me
aterra mucho más que la propia enfermedad.
Aquel lluvioso
día en que discutimos los tres, tuve muchas ganas de matarte. Te pido perdón
por no haber tenido el suficiente coraje y valor para hacerlo. Hubiera hecho
justicia. El cuchillo estaba ahí, al alcance de mi mano, pero dudé y otra vez,
como tantas, te creí y desobedecí mis impulsos. Grave error de mi parte. Te
subestimé. No imaginé que serías capas de tanto. Así fue que dejé que ustedes
siguieran gritando y volví a casa llorando; resignada y humillada.
Pasó el tiempo
y cuando miré por la ventana y te vi arrastrando el cuerpo de tu amante por el
barro, dejé mi orgullo, mi bronca y mi impotencia de lado y salí corriendo para
ayudarte. ¡Qué mal que estabas! Te entregué a Fernandito para que lo pusieras a
salvo de todo ese espanto de muerte y agua y te fueras con él al centro de
evacuados. ¡Qué tonta fui! ¡Cómo me engañaste otra vez y cómo te habrás reído!
Aquellas horas, ¿cuántas; tres, cinco? que estuve velando el cuerpo sin vida de
mi marido hasta que se lo llevaron, fueron suficientes para que huyeras y nunca
más volviera a verlos. Mientras los buscaba casa por casa, desgarrada por la
angustia y el dolor, recordé cuando lo habías amenazado de muerte si te dejaba.
Y cumpliste tu amenaza empujándolo al río. Aquella imagen de Jorge a los
manotazos, aferrándose a la vida, tragando agua y lodo aún me atormenta todas
las noches. A él lo perdoné y lo liberé, pero a ti, jamás.
Nunca dejé de
buscarlos, removí cielo y tierra y ahora que los encontré, no tengo fuerzas
para seguir peleando. Pero ganaste una batalla, no la guerra. No pude
demostrarle al juez que te robaste mi hijo y mataste a su padre. Sí, sos una asesina
y una ladrona. Pero sólo bastará que algún día Fernando visite el cementerio
del pueblo y pregunte por su padre. Lamento no poder estar para verlo.
No olvides lo
que decía de doña Carmen, que las mentiras tienen las patas muy cortas. En
algún momento esta carta llegará a manos de Fernando y la leerá, y sabrá toda
la verdad. Será el comienzo de tu fin. Seguramente
yo estaré muerta. Hasta esa suerte vas a tener. Pero te voy a estar vigilando
desde arriba. Para que pagues, y lo vas a pagar con creces. Leí una vez en un
libro que en la vida nada es gratis y que todo lo que se recibe del destino
tiene escrito un precio secreto. Sólo hay que esperar a que pase el cobrador. Y
te está golpeando la puerta. Reconozco que siempre fuiste muy astuta y también
la más vil, sucia e hipócrita de las dos. Pero se acabó.
Sin más y a la
espera de que ésta revulsiva tortura que me carcome las entrañas se termine
pronto, aprovecho para pedirte un último favor; saluda a mi hijo de parte de su
verdadera madre.
Tu hermana que te odia.
Blanca.
O.M.